Pueblos antiguos, ciudad diversa.
Una definición etnográfica de los Pueblos Originarios de
Dr. Andrés Medina Hernández
Instituto de Investigaciones Antropológicas
UNAM
Resumen
En este ensayo se propone una definición de los pueblos originarios de
Palabras clave: Etnografía de México, Ciudad de México, Pueblos Originarios.
Introducción
En el comienzo del tercer milenio y en el marco de la reforma política que devuelve a los habitantes del Distrito Federal la capacidad de elegir por voto universal a sus autoridades locales, básicamente a los delegados y al Jefe de Gobierno, aparece un nuevo sujeto político, los Pueblos Originarios, que recupera una dimensión negada de la Ciudad de México: la de su sustrato mesoamericano, con su vasta diversidad cultural. Paradójicamente estos nuevos actores aducen una gran antigüedad en la ocupación del espacio de la actual capital del país y se nos presentan como herederos de las antiguas civilizaciones que se han sucedido en la Cuenca de México a través de los tiempos. En efecto, ellos encarnan la presencia de la rica tradición mesoamericana, expresada en diversas facetas de su cultura, pero también muestran la pesada huella del medievalismo hispano que los ha marcado profundamente en muchas de sus expresiones, particularmente en las formas actuales que ha asumido su religiosidad, a la que se le ha calificado, con un dejo discriminatorio, como “popular”, o ya en pleno etnocentrismo cristiano como “paganismo”.
La presencia de los pueblos originarios de pronto nos resulta evidente y rica en las formas que constituyen a la posmoderna y globalizada Ciudad de México; por un lado nos encontramos con la toponimia de raíz náhuatl, es decir un tanto castellanizada, la cual cubre la vasta extensión --no sólo de la ávida mancha urbana que configura lo que se llama la Zona Metropolitana de la Ciudad de México-- sino el espacio histórico más amplio en que se ubica, la Cuenca de México. Las calles, los viejos poblados, las líneas del transporte público (desde los microbuses hasta las paradas del Metro) anuncian en tales nahuatlismos sus terminales, sus estaciones o bien sus rutas. Pero también tienen otras manifestaciones que resultan molestas, y hasta ofensivas para muchos de sus habitantes, particularmente a una clase media que se siente cosmopolita e imita en sus costumbres la cultura que llega de los países del Norte; para ellos resulta ofensivo el ruido sistemático de los cohetes, de las bandas de música y de los vehículos que forman las grandes procesiones de los pueblos originarios, las cuales se desplazan por su antiguo espacio, al que recuperan simbólicamente en sus extensos y frecuentes ciclos ceremoniales.
¿Pero qué son los pueblos originarios? ¿Cuántos son? ¿Dónde están exactamente? Las diversas manifestaciones políticas de los pueblos originarios ofrecen una respuesta parcial, es decir sus movilizaciones, sus reclamos sociales y políticos; también su presencia ha suscitado una nutrida discusión entre los estudiosos, pues no hay acuerdo sobre sus características, incluso no todos los que analizan el fenómeno urbano de la ciudad de México reconocen su presencia; algunos de ellos, embebidos en las formas nuevas de las culturas urbanas y en las transformaciones provocadas por el proceso de globalización, ven a estos pueblos como remanentes, o cuando mucho supervivencias, de un pasado que está en vías de desaparición; cuando mucho lo que queda son remanentes híbridos a los que se puede obviar.
La dificultad de su caracterización tiene como punto de partida la oscuridad de su origen, pues es un nombre elegido por los propios pueblos y hasta ahora no es del todo claro en qué momento surge, aunque ya para el año 2000 es ampliamente conocido, tanto por sus movilizaciones como por sus reclamos en el marco del proceso electoral, en el que muestran sus particularidades, en especial la existencia de autoridades comunitarias tradicionales elegidas por sus respectivas asambleas. Como antecedente a esta movilización está la reforma electoral de 1996 que lleva a la votación de Jefe de Gobierno en 1997, y para el año 2000 se abre a la de los delegados, con lo que se abre paso a un gradual politización de tales comunidades, y por supuesto también de grandes sectores de la propia Ciudad de México. Una expresión de los cambios que se suscitan es el fin de la hegemonía del hasta ese año partido oficial, el pri, cuya presencia en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal se ha reducido a su mínima expresión, pues la disputa se ha establecido entre los otros dos grandes partidos, el pan y el prd, con el dominio de éste último; y los pueblos originarios también son atravesados por estas pugnas partidarias y se debaten en un conflicto que han padecido por siglos: la confrontación de sus formas tradicionales de gobierno con aquellas que les tratan de imponer las autoridades dominantes, una cuestión ciertamente dramática, pues lo que defienden es su propia integridad social y cultural.
El problema de fondo implicado en las actuales circunstancias políticas es el del reconocimiento de las formas de gobierno tradicionales, algo que es compartido con los pueblos indígenas del país, que han luchado en los últimos 40 años por sus derechos políticos y por su autodeterminación. Sin embargo, en el caso de los pueblos originarios lo que establece su especificidad es el contexto urbano y la complejidad política y cultural de una megalópolis que es la capital nacional. No obstante, su aparición y reclamos han tenido el poderoso estímulo de las reivindicaciones del movimiento indígena nacional, tanto en las declaraciones programáticas del Congreso Nacional Indígena como en la lucha cotidiana y feroz que llevan a cabo los pueblos en numerosos frentes políticos.
Apuntemos, para volver a la cuestión del nombre con el que aparecen, que hasta ahora tenemos tres referencias específicas: por una parte tenemos un documento mecanoescrito elaborado en 1995 por los Comuneros Organizados de Milpa Alta, coma, donde aluden al derecho a su organización y autoridades tradicionales en tanto “pueblo originario” (Sánchez, 2006: 167); por otro lado, Teresa Mora (2007: 27) nos remite a un Foro de Pueblos Originarios y Migrantes Indígenas del Anáhuac realizado en Milpa Alta en 1996, sin mayor referencia documental; en tanto que para el año 2000 tiene lugar, en San Mateo Tlaltenango, Delegación Cuajimalpa, el Primer Congreso de Pueblos Originarios del Anáhuac; y para 2003 el Gobierno del Distrito Federal organiza un grupo de trabajo: Comité para Pueblos Originarios del Distrito Federal, “para lo cual convoca a los representantes de 42 comunidades en las delegaciones de Tlalpan, Milpa Alta, Tláhuac y Xochimilco” (Medina, 2007: 32).
En este ensayo propongo una caracterización de los pueblos originarios, con base en las investigaciones de campo y en el trabajo colectivo desarrollado en el Seminario Permanente Etnografía de la Cuenca de México (el cual tiene lugar en el Instituto de Investigaciones Antropológicas, de la UNAM), además de diversas publicaciones recientes que tocan el tema tangencialmente.
Hacia una definición de los pueblos originarios
Con base en los materiales etnográficos reunidos y las investigaciones realizadas por los miembros del Seminario Etnografía de la Cuenca de México hemos podido establecer las siguientes características para el reconocimiento de lo que son los pueblos originarios en el marco de la cultura y la historia de la Ciudad de México; evidentemente, esta es una propuesta tentativa, abierta a la discusión para su mayor enriquecimiento, o bien para ser desechada por otras mejores definiciones.
1) El pueblo originario como comunidad corporada
La base territorial y organizativa de lo que llamamos los pueblos originarios es una comunidad agraria, corporada, cuyas formas de trabajo, cultura y relaciones sociales se han construido milenariamente a partir del desarrollo de una agricultura centrada en el complejo del maíz. Si bien este proceso condujo históricamente a la constitución de sociedades complejas, estatales, la conquista y colonización españolas les impuso una dinámica que condujo a la desarticulación de los grandes sistemas políticos y a su reducción gradual a comunidades agrarias. En tanto ellas mantienen su integridad social y cultural, reproducen la tradición mesoamericana, pero lo hacen a través de un complejo proceso de negociación con la sociedad dominante, lo que las transforma de diferentes maneras. Sin embargo, en tanto se ha mantenido su base agraria y su organización comunitaria han desplegado un elaborado proceso por el cual asumen características extremadamente conservadoras y defensivas en situaciones de acoso extremo, lo que se revierte en procesos de reconstitución, a partir de su legado histórico y cultural, por el cual recrean y reinventan su concepción del mundo. Su carácter corporativo corresponde a grandes rasgos con los rasgos establecidos por Eric R. Wolf en su célebre ensayo comparativo (1957). Si bien esta definición esta sustentada en las comunidades agrarias de raíz mesoamericana, resulta útil para nuestro análisis como punto de partida, pues el proceso de urbanización que afecta a las comunidades de la Cuenca de México ha conducido al abandono gradual del trabajo agrícola, y ha trasladado el mantenimiento de su integración social y cultural a las organizaciones comunitarias.
2. El patrón de asentamiento
La ubicación espacial de los pueblos originarios tiene como uno de sus ejes de referencia una plaza central rodeada por los edificios comunitarios más importantes, tales como la iglesia, o capilla, la sede del gobierno local, que puede ser una coordinación territorial o una cabecera delegacional, el mercado, las escuelas gubernamentales y las casas de las familias antiguas. Las calles que constituyen el conjunto residencial tienen una disposición que revela su origen colonial y, con frecuencia, su condición ribereña cuando existía el sistema lacustre de la Cuenca de México, o bien sus antiguos vínculos con el sistema regional; tal es la existencia de calles estrechas e irregulares, callejones, antiguos canales ahora desecados y cubiertos de basura, marcadores religiosos como mojoneras con cruces, o nichos con alguna imagen. Los barrios que integran la comunidad tienen su territorio bien delimitado y su centro se indica por una capilla. Una forma frecuente es la que establece cuatro barrios fundacionales, como en Santa Catarina Yecahuízotl, donde en las cuatro esquinas se sitúan las capillas de los mismos. Los barrios que se establecen posteriormente lo hacen al lado de los fundacionales, manteniendo la traza original, y erigiendo su respectiva capilla, tal es el caso de San Pedro Tláhuac y de Villa Milpa Alta, por ejemplo. En la mayor parte de estos pueblos existen restos arqueológicos de antiguos asentamientos, anteriores a la colonización hispana, particularmente en la base de capillas, iglesias y atrios, o bien en la cima de los cerros cercanos, algunos de ellos puntos de referencia para la observación arqueoastronómica. Las características del entorno lacustre y los requerimientos de control político a través de la nobleza no permitieron grandes cambios en el siglo xvi, los mayores tuvieron lugar posteriormente, luego de las grandes epidemias que diezmaron la población india, cuando se expanden las propiedades hispanas y se reorganizan algunos pueblos.
3. La toponimia
A la fundación de los pueblos en el siglo XVI los religiosos impusieron el nombre de una figura religiosa cristiana que se añadía al nombre antiguo de la comunidad, en náhuatl; con el paso del tiempo, y por muy diversas razones, algunos pueblos han perdido uno de sus componentes, sea el nombre cristiano, como el caso de Xochimilco, Milpa Alta o Iztacalco, o bien el nahua, como en San Pedro Mártir, Los Reyes y La Magdalena. Sin embargo, la mayor parte mantiene los dos nombres. En muchos casos, particularmente por parte de los franciscanos, se buscó que la fiesta patronal correspondiera, en cuanto a fecha, con alguna de sus antiguas celebraciones religiosas, lo que permitió el mantenimiento de muchas de sus tradiciones ceremoniales. Por otro lado, la conservación del trabajo agrícola y la continuidad de las lenguas amerindias mantuvieron y recrearon la toponimia que encontramos actualmente en gran parte del antiguo territorio mesoamericano. Este sistema de denominaciones se articula a una geografía sagrada, es decir a un conjunto de referencias en la mitología y en ritual, cuyo trasfondo remite a la cosmovisión mesoamericana; posee un carácter dinámico, en tanto que muchos nombres de lugares, de calles, ha cambiado a lo largo de los siglos, en tanto que hay otros que permanecen y pueden encontrarse en los documentos antiguos, como crónicas, códices y mapas.
4. Sistemas agrícolas de tradición mesoamericana
Es posible reconocer diversos tipos de prácticas agrícolas desarrolladas en las comunidades o pueblos originarios, cuya presencia implica el mantenimiento de un sistema de conocimientos y de creencias de raíz mesoamericana, manifestado y reproducido en rituales familiares, de barrio, comunales y regionales. Pueden ser los sistemas agrícolas en torno al maíz de temporal, también conocido como el complejo de milpa, los de agricultura intensiva, principalmente las chinampas, y los de huerta, para la pequeña producción de verduras, plantas de ornato y yerbas medicinales. La agricultura tradicional es la más vulnerable a las presiones de la mancha urbana y al propio contexto del desarrollo capitalista, como se expresa en las maniobras no exentas de corrupción del capital inmobiliario, las políticas de vivienda de interés social de las autoridades citadinas que han propiciado las invasiones de tierras, así como por el sistema de precios que hace incosteable la producción agrícola de temporal.
Sin embargo, su presencia revela un interés más ritual que de subsistencia; esto ha significado la desaparición gradual de los campos de cultivo y la disminución de los sistemas intensivos. No obstante, la producción agropecuaria de los pueblos originarios del sur de la Cuenca de México surte mayoritariamente a la Ciudad de México, tanto a través del sistema centralizado de abasto como del conjunto de “mercados sobre ruedas” y “tianguis”.
El último refugio de esta tradición es el sistema de huertas familiares, que mantiene la tradición mesoamericana a nivel estrictamente simbólico, reproduciendo numerosos aspectos de la cosmovisión. En las situaciones en que toda práctica agrícola ha desaparecido, la tradición cultural mesoamericana se mantiene por el significado de los rituales relacionados con las diferentes fases del trabajo en el cultivo de maíz, inscritas en el ciclo ceremonial. Otra fuente de reproducción es la práctica de la medicina tradicional, tanto por lo que implica en las concepciones del cuerpo humano y el lugar que ellas ocupan en la cosmovisión mesoamericana, como por los diversos recursos terapéuticos a los que apela, entre ellos el repertorio de la herbolaria.
5. Un núcleo de familias troncales
Una característica frecuente en la composición social de los pueblos originarios es la existencia de un grupo de apellidos que identifican a grandes familias, entrelazadas por diversos vínculos de parentesco, y de cuyo seno proceden los dirigentes, los cronistas locales, los ocupantes de las posiciones de mayor prestigio y los promotores culturales comunitarios. Ellos son los poseedores del mayor acervo documental y fotográfico, como parte de su patrimonio familiar, y de una memoria genealógica que puede trazarse por varias generaciones anteriores; son, en suma, la memoria viviente y los operadores que actualizan su tradición cultural. En el caso de los pueblos organizados en barrios, es frecuente encontrar una relación entre apellido y territorio, lo que marca una antigua ocupación.
6. Una organización comunitaria
El mantenimiento del complejo de ciclos festivos está a cargo de diversas organizaciones comunitarias que tienen sus propias reglas de participación; sus raíces se remontan a las autoridades municipales establecidas en la sociedad colonial novohispana, el cabildo indígena, y a instituciones religiosas como la cofradía y la mayordomía, entre otras. También encontramos estructuras institucionales impuestas por las diversas políticas gubernamentales que se han sucedido a lo largo del siglo, como son los comisariados ejidales y de bienes comunales, resultado de la política agraria de los regímenes de la Revolución Mexicana, las asambleas comunitarias y las comisiones de padres de familia que funcionan en las escuelas gubernamentales, particularmente en los niveles de educación primaria y pre-escolar. Las instituciones reconocidas hasta ahora son:
A) Las Fiscalías y las Mayordomías. Son las formas más antiguas de organización religiosa impuestas por las órdenes religiosas encargadas de la catequización de los pueblos indios. Los fiscales eran los encargados del cuidado de la iglesia y de realizar algunas ceremonias religiosas, como los rosarios y los rezos solicitados para rituales familiares, debido a la ausencia de sacerdotes residentes; en tanto que los mayordomos son funcionarios de las cofradías medievales, cuya estructura y organización es transformada en las comunidades indias al cambiarlas de ser agrupaciones voluntarias con una base gremial, en instituciones comunitarias de participación obligatoria. Ahora los mayordomos tienen la responsabilidad de cuidar las imágenes de los santos comunitarios y de festejarlas con diferentes actividades rituales, las más importantes de las cuales son las grandes celebraciones comunitarias, cuya mayor expresión es la fiesta de los santos patrones. Fiscales y mayordomos están presentes en todos los pueblos originarios, aunque los fiscales han sido sustituidos por mayordomos en la mayor parte de ellos.
B) Los Comisariados Ejidales y de Bienes Comunales. La política agraria que se configura en los regímenes de la Revolución Mexicana establece estas dos instituciones, las cuales responden a las dos formas dominantes de otorgar la tierra, y con diferentes implicaciones políticas. Por una parte la dotación ejidal es una asignación de tierra intransferible e inalienable, articulada a una legislación específica derivada de la Constitución de 1917 y a una organización política, la Confederación Nacional Campesina, que se convierte en la rama campesina del partido oficial. Por su lado la propiedad comunal es una restitución hecha a partir de documentos de origen colonial que respaldan la solicitud de un pueblo particular o de un conjunto de ellos. Los comisariados son los dirigentes de una estructura organizativa integrada, además, por un secretario, un tesorero y varios vocales, es decir una mesa directiva, la cual es supervisada en sus decisiones y actividades por una Comisión de Vigilancia, integrada por miembros de la misma comunidad.
C) La Asamblea Comunitaria emerge también de la política agraria y se constituye con el conjunto de miembros que forman el ejido o de comuneros que reclaman su pertenencia a la comunidad originaria. Esta instancia organizativa se ha convertido en un poderoso instrumento que ha dotado de recursos políticos y culturales a los pueblos originarios, pues ha transcendido el ámbito estrictamente agrario para convertirse en la base organizativa del colectivo orientado hacia diversos fines de índole social y cultural. La asamblea comunitaria está en la base de la configuración política de los pueblos originarios y del reclamo de reconocimiento de las autoridades emanadas de sus procesos internos; es a sus formas específicas de representación y de elección a lo que se ha referido una enconada discusión sobre su condición democrática.
D). Las Comisiones de Festejos. Estas organizaciones comunitarias han surgido como una estrategia defensiva ante los diferentes intentos de intromisión de los sacerdotes católicos en la organización de las mayordomías, particularmente en el manejo de los fondos reunidos para la realización de los costosos ciclos ceremoniales. Así, las mayordomías del Señor del Calvario, en Culhuacán, la de Los Reyes, en Coyoacán, y la del Niñopan, en Xochimilco, se han registrado como asociaciones civiles. Con esto se establece una diferencia institucional entre el clero de la iglesia católica y la religiosidad comunitaria, que cuenta con sus propios funcionaros y sistema de creencias. No es tanto un rechazo al catolicismo contemporáneo como una defensa de su particular religiosidad, en la que se conjuga una forma medieval, de origen novohispano, y diversos contenidos mesoamericanos; es lo que podríamos llamar un cristianismo mesoamericanizado.
E). Finalmente están los Sub-delegados y los Coordinadores Territoriales, funcionarios establecidos a raíz de la reforma constitucional de 1928, que desaparece los municipios del Distrito Federal y crea las Delegaciones. A la cabeza está el Delegado, nombrado por el Regente del D. F., a su vez, los delegados nombrarán a la autoridad de las comunidades con población originaria, los sub-delegados, gente de su confianza que juega un papel mediador por el que, en ocasiones, incorpora funciones correspondientes a las autoridades tradicionales. Y ya en el marco del proceso social y político que conduce a las reformas electorales de 1996, las asambleas comunitarias, particularmente las de Xochimilco, eligen a sus Coordinadores de Enlace Territorial, que desplazan a los antiguos delegados y asumen una mayor condición representativa de las comunidades que los eligen.
7. Un calendario ceremonial anual
Estas comunidades expresan una intensa condensación cultural en los diversos ciclos festivos que componen su calendario ceremonial anual. Cada ciclo constituye un espacio organizativo e institucional que tiene sus propias secuencias rituales, articuladas y marcadas por actos colectivos públicos y por una ordenada actividad de numerosas familias y miembros de la comunidad. Hasta ahora hemos podido reconocer, con fines analíticos, los siguientes ciclos:
A) El ciclo de fiestas patronales. Generalmente son las fiestas de mayor complejidad organizativa y magnitud; y lo que hemos encontrado en los pueblos estudiados es la presencia de dos fiestas patronales, en las que algunas veces la que corresponde al santo patrón no es la mayor. Así, por ejemplo, en San Juan Ixtayopan la fiesta de mayor realce es la de La Renovación de la Virgen de la Soledad, celebrada los primeros días de enero, y no la de San Juan Bautista, del 24 de junio; otro caso es el de los pueblos que tienen como santo patrón a San Miguel Arcángel, los que hacen dos fiestas, una correspondiente al 8 de mayo, cuando se dice se festeja a San Miguel “chiquito”, y la otra el 29 de septiembre, cuando lo hacen a San Miguel “grande”. Estas fiestas marcan el principio y el fin del ciclo ritual relacionada con la mitad lluviosa del año, como lo sugieren los datos de Xalatlaco, una comunidad de origen nahua situada al otro lado de El Ajusco, en el Valle de Toluca (véanse los señalamientos al respecto de Soledad González, 1997). Otro caso, muy ilustrativo de los procesos de reconstitución de los pueblos originarios en el siglo xix, es el de Iztapalapa y Culhuacán, donde los santos patrones impuestos en el periodo novohispano fueron San Lucas Evangelista y San Juan Evangelista respectivamente; sin embargo, en el siglo xix se instituye el culto a sendas imágenes del Santo Entierro, aparecidas en cuevas del Huizachtépetl, o Cerro de la Estrella. El cristo de Iztapalapa es el Señor de la Cuevita, celebrado los dos últimos fines de semana de septiembre, y el de Culhuacán es el Señor del Calvario, celebrado en la fiesta de la Santísima Trinidad; no resulta aventurado relacionar ambas imágenes con la tradición mesoamericana del “culto a los cerros”, como ha estudiado Johanna Broda (1991). Ambas imágenes son celebradas con grandes fiestas, no así las de los santos patrones declarados, que son festejados de una forma más bien modesta.
B) El ciclo de Cuaresma. Comienza con las celebraciones de la Semana Santa y cierra con la fiesta de la Santísima Trinidad, incluyendo el Corpus Christi; es decir el ciclo lunar marcado por el calendario cristiano. No incluimos el carnaval porque por las formas que ha asumido en los pueblos originarios nos remite a la concepción mesoamericana, es decir a otro ciclo. La culminación festiva de este ciclo es la Pasión, la cual es representada con actores locales en diversos pueblos originarios, siendo la más famosa la de Iztapalapa, sin embargo hay otras en varios de los barrios de Culhuacán. Por otro lado, la Cuaresma es tiempo de peregrinaciones, una de las más antiguas es a Amecameca, donde se venera otra imagen del Santo Entierro, el Señor del Sacromonte, pero las más numerosas se dirigen a diversos santuarios y ferias del estado de Morelos, como la Feria de Tepalzingo y el Señor de Ixcatepec, por ejemplo.
C) El ciclo de invierno. La fiesta que abre es la de la Virgen de Guadalupe, de enorme importancia en todos los pueblos originarios de la Cuenca de México, pero que asume una mayor presencia en aquellos incorporados la mancha urbana; sigue con el periodo de las posadas, del 16 al 23, la Navidad, el Año Nuevo, los Santos Reyes y cierra con La Candelaria. Todo este ciclo está regido, a partir de las posadas, por la importante presencia del culto a los niños dioses. Este culto tiene una gran importancia en los pueblos originarios por su relación con el antiguo culto al maíz, asociado con la fertilidad y el maíz tierno, se presenta, en la Candelaria, rodeado o sobre semillas, y se relaciona con el atole y los tamales, éstos últimos representación del cuerpo humano en la cosmovisión mesoamericana.
D) El ciclo de peregrinaciones. La magnitud de las peregrinaciones a Chalma y a la Villa de Guadalupe está estrechamente relacionada con la importancia de estos antiguos centros de raíz y contenido mesoamericanos. De igual importancia en los tiempos pasados, pero ahora con una presencia menor, son las peregrinaciones al Señor del Sacromonte, en Amecameca, y al santuario de Los Remedios, por el rumbo de Naucalpan, en el Estado de México. A estos antiguos ciclos hay que incorporar otros nuevos, que han adquirido creciente importancia, como a Zapopan y a San Juan de los Lagos, en Jalisco, donde se venera sendas vírgenes; a Zacatecas, para visitar al Santo Niño de Atocha, o bien a Nuevo San Juan, donde está el Señor de los Milagros. A todos estos sitios acuden grupos grandes de peregrinos de los pueblos originarios, los que, en algunos casos, organizan sus visitas a través del sistema de mayordomías.
E) El ciclo mesoamericano. Estas fiestas reproducen las grandes ceremonias del antiguo calendario mesoamericano, no exactamente en las mismas fechas, pero si con referencia a las fases del trabajo agrícola, siendo las más importantes La Candelaria, cuando se bendicen las semillas, el Carnaval, una fiesta de enorme densidad simbólica que remite a la fertilidad y que juega un papel complementario con la Fiesta de los Muertos; la Santa Cruz, que corresponde a las grandes ceremonias de petición de lluvias presentes en todos los pueblos mesoamericanos. Siguen después las fiestas que celebran la aparición de los primeros elotes, es decir las primicias, y el ciclo se cierra con las ceremonias de la cosecha, cuya expresión es tanto familiar como comunitaria y alcanza su mayor expresión en la gran Fiesta de los Muertos.
F) El ciclo de fiestas cívicas. Ceremonias nuevas, instauradas en el siglo xx, muestran el proceso de apropiación y reinterpretación por parte de las comunidades. El Día del Niño y el Día de las Madres son ahora celebraciones que se hacen comunitariamente y tienen en las escuelas uno de sus promotores; incluso presentan una articulación con el ciclo mesoamericano por incluir en su celebración el culto a los niños y madres difuntos, enterrados en el panteón comunitario. Por otro lado, la fiesta del 15 de septiembre ha adquirido también un carácter comunitario en los pueblos originarios, pues hay comisiones y con frecuencia se elige reina de las fiestas patrias, con todo el ceremonial que se reproduce en las diferentes fiestas de los otros ciclos. Dos ejemplos que expresan estos procesos son la conversión del Día del Trabajo, del 1º de mayo, en el “día de San José”, en el barrio de Tula, de Culhuacán; el otro es la conversión del “día de las madres” en la fiesta de la Virgen de Guadalupe, en tanto madre de los mexicanos, también en Culhuacán; en ambos casos la celebración corre a cargo de los mayordomos respectivos, según lo indica doña María Trinidad Rojas, vecina de Culhuacán (2006: 93)
8. Una memoria histórica
La presencia de una memoria histórica inscrita en las tradiciones orales, referida a edificios y monumentos locales, y contenida en la documentación histórica es un fundamento poderoso en el mantenimiento de la identidad colectiva de los Pueblos Originarios. La mitología referida a la tradición cristiana, relativa a las imágenes de la iglesia, a las propias iglesias y capillas, relacionadas con la fundación de la comunidad, o bien a la cosmovisión mesoamericana, como la presencia de personajes como La Llorona, la Sirena, el Charro Negro y otros, configuran una tradición que otorga una identidad particular y entrelaza intensamente a la población con el paisaje y establece una identidad arraigada históricamente. En este sentido ha jugado un papel fundamental la posesión de documentos históricos que respaldan la antigüedad de la comunidad y la reivindicación de un territorio, como sucede con los Títulos Primordiales, conservados tanto por las propias comunidades como en diversos archivos históricos.
Si bien la documentación colonial es la más antigua y rica, por el propio periodo de tres siglos que abarcó, existen diversas fuentes que remiten al siglo XIX, aunque el mayor acervo corresponde al siglo veinte, tanto por la abundante producción de documentos que genera la política agraria de la Revolución Mexicana, como por la intensa participación de los pueblos del sur de la Cuenca de México con el ejército zapatista, un tema abierto todavía para la investigación histórica y que se mantiene vivo en la memoria y remite a lugares, personajes, batallas y represiones.
9. Una cultura comunitaria
Una de las características que destaca a los miembros de los pueblos originarios en el marco de la megalópolis es una poderosa cultura y conciencia comunitarias, al grado que bien podemos reconocer aquí una doble ciudadanía. La condición de originario se valida a través de requerimientos relacionados con la condición corporada de la comunidad, es decir el haber nacido en su territorio y estar emparentado con las familias troncales, así como participar en las diferentes organizaciones comunitarias, tanto las de carácter religioso como las relacionadas con la política. Uno de los requerimientos para que una persona pueda ser enterrada en el panteón comunitario es la demostración de haber participado en las organizaciones locales, lo que puede hacerse con los recibos que se expiden para todas las cooperaciones, las cuales son uno de los más importantes sostenes para la realización de los rituales correspondientes. A partir de esta definición de la condición de miembro se establece una diferencia con los llamados “avecindados”, familias que han llegado a residir por diferentes motivos en el territorio de la comunidad, pero no participan en las organizaciones comunitarias, aunque cooperen económicamente, o, cuando lo hacen, solamente pueden ocupar cargos marginales. Una muestra de este contraste se encuentra en las elecciones de coordinadores o de otras autoridades comunitarias, en las que solamente pueden participar los ciudadanos plenos, es decir los miembros de la comunidad originaria. Finalmente, esta cultura comunitaria alcanza su mayor expresión y elaboración en los rituales desplegados en las relaciones con los otros pueblos originarios, como en la entrega y recepción de las “promesas” o “correspondencias”, o bien las visitas de los santos, en las que los representantes de cada pueblo se presentan con los estandartes, o incluso con las imágenes mismas de los santos patrones, acompañados por las autoridades correspondientes, y desarrollan un elaborado ritual compuesto de música, danzas, cohetes, incienso y largos parlamentos formales.
10. Una articulación con diversos circuitos ceremoniales.
Los pueblos originarios de la Ciudad de México no se nos presentan como entidades aisladas, como comunidades corporadas etnocéntricas, sino que se articulan a diversos sistemas de una manera compleja. Aludir a “barrios” y”pueblos”, como lo hace la administración de las autoridades de la ciudad y las federales para referirse a los tipos de asentamiento de los habitantes del Distrito Federal, ignora la relación compleja que une a ambas categorías. La unidad fundamental, aquella por la cual se constituye el pueblo originario y reproduce sus características sociales y culturales es la comunidad corporada, fundada históricamente en la comunidad agraria de raíz mesoamericana. Esta comunidad se organiza en barrios, forma que se relaciona con la tradición de organización política mesoamericana, como se expresa vivamente en el calpulli y en el altepetl. Sin embargo, muchas de estas comunidades han pasado por un largo proceso histórico de fisiones; por una parte está la desintegración de los grandes señoríos mesoamericanos a través de la imposición de los cabildos de indios, luego la fragmentación de éstos en sus unidades constitutivas, lo que abarca la mayor parte del ciclo que se inicia con la colonización española, sigue con la reforma borbónica y alcanza su clímax con la política etnocida de los liberales. Sin embargo, la reconstitución de las comunidades que sigue a la reforma agraria de la Revolución Mexicana ha generado un nuevo proceso, el de antiguos barrios que se transforman en comunidades, por un lado, y de comunidades que recuperan, o reinventan, antiguos lazos históricos y construyen ceremonialmente nuevos vínculos para configurar conjuntos mayores.
A estos conjuntos propongo llamarles “pueblos-altepetl”, en tanto se nos muestran como sistemas complejos de organización social, articulados por antiguas identidades mesoamericanas y novohispanas, y cuya lógica política y religiosa tiene como referente el sistema de los altepetl, sobre todo en la complejidad de sus ciclos ceremoniales, que se entrelazan para expresar una unidad que trasciende a la comunidad, lo cual ejemplificaré, para mayor claridad y concreción, con el desarrollo de las relaciones entre Xochimilco y Milpa Alta. Siendo ambos pueblos parte de un mismo altepetl desde el periodo posclásico, asumen una identidad diferencial a lo largo del siglo xx, cuando se reconstituyen manteniendo una organización compleja. Ambos pueblos se convierten en un paradigma o modelo de lo que llamamos los “pueblos altepetl”.
Los pueblos-altepeme de la Ciudad de México
El paradigma Xochimilco-Milpa Alta
Xochimilco fue uno de los más importantes estados de la Cuenca de México en el periodo llamado posclásico (que abarca cerca de cinco siglos); era el mayor de los reinos o señoríos de la región chinampaneca, y poseía una organización política compleja que abarcaba diferentes unidades menores, una de ellas era Milpa Alta, como lo revelarán los datos procedentes del periodo novohispano. Junto con Chalco y Coyoacán, así como los señoríos colhuas, de Cuitláhuac y de Míxquic constituían el granero de Mexico-Tenochtitlan, razón por la cual dicho conjunto era llamado Petlacalco en el Códice Mendocino (Carrasco, 1996: 169-174); es decir, era una región tributaria. Conquistada por Itzcoatl, con el tiempo sus integrantes se convierten en aliados y sus dirigentes participan en los grandes ceremoniales al lado de los hueitlatoque de la Triple Alianza; incluso los apoyan con sus tropas en las campañas militares (Obregón, 2001: 308).
Los altepeme componentes de este sistema político, como Tlalpan, Tlayacapan, Nepopoalco y Milpa Alta, participaban e influían en su organización interna. “Cada uno de estos pueblos sujetos tuvo sus propios tlahtoque y sujetos, sin dejar de reconocer, al mismo tiempo, el poder central de las cabeceras principales de Xochimilco” (Pérez Zeballos, 2005: 29).
Xochimilco va a mostrar, bajo la dominación española, los efectos de una política colonial orientada a la fragmentación de los grandes sistemas políticos, como lo hace con la propia Triple Alianza luego de su derrota en la batalla final de conquista; aunque al mismo tiempo se apoya en la organización política existente en los pueblos mesoamericanos de la Cuenca para conseguir sus fines de explotación y de catequización. Los pueblos xochimilcas que estaban en la región del actual Estado de Morelos son los primeros que son separados; el Marqués del Valle se apropia de Tlalpan, en 1524, una vasta extensión que ahora forma la más grande delegación política de la Ciudad de México; reclamada por las autoridades de Xochimilco a través de un pleito legal, es finalmente perdida en 1548. Para 1651 se separa el pueblo de Tepepan, con sus sujetos, los barrios de San Miguel Xicalco y Santa María Magdalena Xochitepec; luego, en 1687, solicita al virrey su separación Santiago Tulyehualco, consiguiéndola; y en 1775 “los naturales del pueblo de San Antonio Tecómitl consiguieron la aprobación, por parte del virrey de separarse de Xochimilco. Las autoridades de Xochimilco estuvieron de acuerdo al igual que el alcalde mayor y cura, por lo que a partir de 1776 podía elegir a su gobernador y demás oficiales” (Pérez Zeballos, 2005: 65-66).
La imposición del Cabildo de Indios a los pueblos de la Cuenca genera un proceso que llega hasta nuestros días y asume muy diversas formas, particularmente si miramos al conjunto de la población indígena a escala nacional: la coexistencia de la organización política establecida por las autoridades virreinales, primero, y las nacionales, después, con las instituciones y organización de la tradición política mesoamericana. Así, en Xochimilco no se respeta la organización política tripartita, pues las tres cabeceras que permanecen como instituciones centrales, Tepetenchi, Tecpan y Olac, y actuaban con cierta autonomía, son reunidas bajo el cabildo que las constituye en República de Indios. Ante esta situación se abre una compleja negociación entre el sistema político xochimilca y el hispano, por el cual la nobleza gobernante introduce diversos cambios que le permiten organizarse bajo sus propios criterios políticos, tal es el recurso de establecer la rotación entre las tres cabeceras.
La primera medida política impuesta por los españoles es el nombramiento de un gobernador, para lo cual se elegía al tlahtoani que encabezaba el señorío, al cual le acompañaban dos alcaldes, miembros también de la nobleza. Lo cierto es que para 1553 inicia sus actividades el cabildo de Xochimilco, compuesto de un gobernador, tres alcaldes, siete regidores y un escribano. No obstante que las ordenanzas prohibían la participación de los tlahtoque y pipiltin en el gobierno indígena colonial, estos lo hicieron en Xochimilco, donde participaron los tres tlahtoque titulares de las cabeceras. El cargo de gobernador se rotaba, como apuntamos antes, y cada una de las cabeceras mantuvo sus propios alcaldes y regidores, “en número proporcional y correspondiente a su jerarquía e importancia”; incluso, es posible que el número de regidores respondiera también a la jerarquía de las tres cabeceras (Pérez Zeballos, op cit: 30-31).
La historiadora Margarita Menegus, apoyándose en los materiales reunidos en el Valle de Toluca, establece una secuencia a través de la cual podemos reconocer la consolidación del cabildo como institución política entre los pueblos indios. La propuesta de Menegus subraya que la imposición del cabildo español fue más acelerada en el Valle de Toluca y en la Cuenca de México, debido al debilitamiento que constituyó la desarticulación del sistema político de la Triple Alianza; no así en el Valle Poblano-Tlaxcalteca, donde los señoríos mesoamericanos vivieron un proceso más lento; y plantea tres fases, la primera va de 1521 a 1550, cuando se mantiene la propiedad de los señoríos, así como su organización política y sus formas de tributación.
La segunda fase corresponde al periodo de 1550 a 1570, cuando se reconocen los procesos que van a definir a la República de Indios, como son: la congregación en asentamientos nucleados con una traza española, lo que reduce el territorio de los señoríos, y la reelaboración del sistema tributario.
La tercera fase abarca de 1570 a la aplicación de la Cédula Real de 1591, cuando se ha logrado ya desarticular el señorío mesoamericano y se ha establecido sólidamente el cabildo español (Menegus, 1994:20).
Sin embargo, los datos de Xochimilco nos muestran la coexistencia de los dos sistemas de gobierno, es decir la consolidación de la República de Indios no necesariamente elimina las estructuras mesoamericanas vigentes, si bien es cierto que el oficialmente reconocido es el llamado cabildo, el interlocutor ante las autoridades novohispanas.
Para los dos siglos siguientes se producen diversos cambios en esta institución política, la mayor parte de las veces en el sentido que le interesaba al gobierno virreinal, como es el caso del desplazamiento gradual de la nobleza. Por mucho tiempo hubo una defensa férrea del derecho de los pipiltin para ocupar los cargos del cabildo, así fueron los más bajos de la escala. Desde el comienzo del régimen colonial las autoridades españolas no reconocieron a las autoridades locales, sus interlocutores serían los miembros del cabildo. “Pero los maceguales percibieron también en el cabildo un nuevo escenario de participación, así como la posibilidad de alcanzar una nueva condición, un nuevo estatus”. Así, para 1764, hubo una oposición cerrada por parte de la nobleza xochimilca a la ocupación de cargos en el cabildo por maceguales; el caso fue llevado hasta el virrey, quien aprobó el nombramiento (Pérez Zeballos, 2005: 46, 54).
Estaba iniciándose entonces el cambio profundo en el gobierno virreinal impuesto por las reformas borbónicas, que abre el paso a la configuración de las comunidades indias igualitarias, campesinas; pero al mismo tiempo comienza un largo periodo de despojo de los bienes comunales y de destrucción de los pueblos indios que atraviesa todo el siglo xix y llega hasta los levantamientos agrarios que forman parte de la guerra civil que, finalmente, instaura los regímenes de la Revolución Mexicana.
En todo este largo periodo Milpa Alta es parte del pueblo xochimilca, si bien cuenta con sus propias autoridades, pues como lo anota Consuelo Sánchez, para 1596 se le autoriza a tener dos alcaldes y cuatro regidores, pero no cargos mayores como el de gobernador, indicativo de una mayor jerarquía política, aunque desde el siglo xvii comienzan a perfilarse las cabeceras y los pueblos sujetos que llegarán hasta nuestro siglo xxi. Así, en 1643 se hace una referencia a Milpa Alta y sus pueblos sujetos (San Pedro Atocpan, San Pablo Oxtotepec, San Salvador Quauhtenco, San Francisco, San Lorenzo, Santa Ana, San Juan Tepenáhuac, San Jerónimo, San Francisco Milpa); y en 1688 San Pedro Atocpan se convierte en cabecera. “Ciertamente, las dos nuevas cabeceras –Milpa Alta y Atocpan—seguirían siendo parte de la jurisdicción colonial de la alcaldía mayor de Xochimilco y, a raíz de la introducción del sistema de intendencias a finales del siglo xviii, se mantuvieron dentro de la subdelegación o partido de Xochimilco” (Sánchez, 2006: 55, 57, 58).
La disolución de las Repúblicas de Indios y la constitución de los municipios es uno de los resultados que provocan las Cortes de Cádiz, en 1812. Sin embargo, no es una simple transformación, sino parte del proceso de destrucción de las organizaciones indias iniciado con las reformas borbónicas. En la intendencia de México se organizan 202 municipios, y en la jurisdicción de Xochimilco aparecen los ayuntamientos de Xochimilco, Milpa Alta y Atocpan (op cit: 70).
La organización territorial establecida por la reforma borbónica en intendencias es cambiada en 1824; así la Intendencia de México se estructuró en siete distritos; el Distrito de México estaba compuesto por los partidos de Chalco, Coatepec, Coyoacán, Cuautitlán, Ecatepec, Mexicaltzingo, México, Tacuba, Teotihuacán, Texcoco, Xochimilco, Zumpango y Otumba. A su vez, el partido de Xochimilco estaba integrado por las municipalidades de Xochimilco, Milpa Alta, Atocpan, Tulyehualco y Atlapulco. La dictadura de Antonio de Santa Ana impone una nueva reorganización, la cual es desechada en 1846, cuando se vuelve a la de 1824. Benito Juárez emite un decreto en 1861 por el que el territorio del Distrito Federal es dividido por primera vez, componiéndose entonces de la municipalidad de México y los partidos de Guadalupe Hidalgo, Tacubaya, Tlalpan y Xochimilco. A este último pertenece el propio Xochimilco, como cabecera, así como Tulyehualco, Tláhuac, San Pedro Atocpan, Milpa Alta y Aztahuacán.
En 1898 se hace una nueva reorganización territorial; Xochimilco es uno de los cuatro distritos que componen el D. F. y se integra por los siguientes municipios: Xochimilco, Tulyehualco, Tláhuac, Atocpan, Milpa Alta, Aztahuacán, Oxtotepec. Míxquic y Tlaltenco. Finalmente, en 1903, con la Ley de Organización Política Municipal del Distrito Federal, se realiza una nueva configuración de las poblaciones del D. F., la que ahora se compone de 13 municipalidades, desapareciendo como tales Iztacalco, Aztahuacán, Atenco, Tulyehualco, Míxquic, Tláhuac, Atocpan y Ocotepec. Los doce municipios nuevos serán: Guadalupe Hidalgo, Azcapotzalco, Tacuba, Tacubaya, Mixcoac, Iztapalapa, Coyoacán, Cuajimalpa, San Ángel, Tlalpan, Xochimilco y Milpa Alta. Así, finalmente, los dos pueblos que aquí nos interesan aparecen separados, cada uno con su propia organización municipal. La Constitución de 1917, a través de su Art. 115, los convierte en municipios libres; sin embargo, debido al mantenimiento del conflicto armado, no es sino hasta 1920 cuando comienzan a regularizar su situación política y administrativa los municipios del D. F. El cambio brutal por el cual se les despoja del derecho de nombrar a sus autoridades, es decir su condición municipal, y se les convierte en Delegaciones, es el decreto de 1928, en el cual se mantiene esta separación entre Milpa Alta y Xochimilco, como parte de las trece municipalidades y el Departamento Central, en que se organiza el Distrito Federal.
La reconstitución étnica de Milpa Alta
Uno de los acontecimientos más fascinantes que comenzamos a conocer gracias a diversas investigaciones históricas y, sobre todo, etnográficas, es el proceso de reinvención de los pueblos originarios, en el marco de la conversión de la Ciudad de México en una megalópolis posmoderna y en las diversas coyunturas que conducen a la transformación política del año 2000; cuando el pri es desplazado como partido oficial por el pan, y el prd se convierte en la fuerza políticamente dominante. Uno de los casos mejor documentados es el de Milpa Alta, al que bien podemos considerarlo como ejemplar para mostrar dos de los procesos que lo constituyen como pueblo-altepetl: la configuración como una unidad histórica y cultural, por una parte; y el mantenimiento de una organización compleja que articula a varios pueblos. Veamos algunos datos.
En una novedosa investigación, que merece el premio del Primer Concurso de Ensayo Ciudad de México 2006, Consuelo Sánchez (2006: 155) propone que de los doce pueblos reunidos en la Delegación, a los que constituyen la autonombrada Confederación de los Nueve Pueblos de Milpa Alta, se le distinga como la macrocomunidad de Milpa Alta. Ellos son: Villa Milpa Alta, cabecera delegacional, Santa Ana Tlacotenco, San Pablo Oxtotepec, San Pedro Atocpan, San Lorenzo Tlacoyucan, San Jerónimo Miacatlán, San Francisco Tecoxpa, San Juan Tepenáhuac y San Agustín Ohtenco; en todos ellos el cultivo y venta del nopal verdura forman una base económica fundamental. En tanto que San Salvador Cuauhtenco y San Bartolomé Xicomulco tienen en la explotación forestal y la agricultura de milpa la base de su subsistencia; finalmente, San Antonio Tecómitl, un antiguo pueblo ribereño que basaba su existencia en la economía lacustre, y se articulaba a los otros semejantes de Xochimilco, Tláhuac y Chalco, ha seguido el mismo camino de dedicarse más al comercio y al trabajo asalariado, sin por ello perder su identidad comunitaria y aquellos otros rasgos que lo definen como pueblo originario.
Para C. Sánchez, la “macrocomunidad milpaltense” se integra por nueve “comunidades singulares”, las cuales “comparten un territorio continuo y compacto; éste abarca los ámbitos territoriales de cada uno de ellos y un espacio común. La apropiación y distribución del territorio se rige por derechos y obligaciones consuetudinarios y por las disposiciones emanadas de la legislación agraria nacional. Los límites formales del territorio que comprende la macrocomunidad han sido fluctuantes, pero en la percepción y representación de los milpaltenses las fronteras del territorio macrocomunitario han sido fijas y sus comunidades integrantes han sostenido un control efectivo sobre el mismo” (Sánchez, 2006: 156-157). En esta construcción teórica la autora reconoce tres niveles de interacción: el interior a cada comunidad, el que se establece entre comunidades vecinas y el macrocomunal. “En este nivel operan varios mecanismos para compensar la diseminación geográfica de las comunidades integrantes, como son la conciencia de pertenencia a una colectividad histórica mayor y la valoración de un territorio compartido, distribuido y normado entre las partes y el conjunto” (op cit: 161).
La estructura de autoridad de la macrocomunidad es básicamente agraria, advierte C. Sánchez, las “decisiones sobre cuestiones fundamentales (…) son adoptadas entre los representantes comunales de los nueve pueblos y el representante general, así como por la asamblea general de comuneros”, esta unidad política, añade, les ha dotado de una mayor capacidad de negociación con las autoridades; incluso su influencia trasciende el ámbito estrictamente agrario. Este aliento colectivo les ha permitido plantear una serie de reivindicaciones que constituyen una propuesta autonómica, en tanto que, asumiéndose como “pueblo originario”, reclaman su derecho a tener su propia organización y sus autoridades, lo cual ha de plasmarse en unos Estatutos Comunales, con base en la propiedad comunal de la tierra y como “pueblo indio y comunal” (op cit: 166-167).
Un señalamiento de gran importancia es la emisión de una serie de leyes que se desprenden de la Ley Orgánica del Departamento del Distrito Federal de 1970 y que conducen a una mayor centralización política en detrimento de los pueblos originarios. “Este conjunto de disposiciones ampliaba las atribuciones del entonces DDF para determinar los usos, destinos y reservas de tierra, predios, áreas, aguas y bosques, y para modificar, ordenar y regular los espacios, zonas y asentamientos humanos en la ciudad de México, incluyendo los territorios de los pueblos originarios. En consecuencia todas estas normas y políticas despojaban a los pueblos de poderes en asuntos vitales y ampliaban el dominio de las autoridades centrales del gobierno de la ciudad, suplantando las decisiones de aquellos” (Sánchez, 2006: 172-173). Esta disputa por el poder entre las autoridades del Distrito Federal y los representantes tradicionales de cada pueblo encuentra en el subdelegado el gozne de las contradicciones, pues por una parte los pueblos lo eligen de acuerdo a sus normas locales, pero por la otra el gobierno de la ciudad lo convierte en empleado administrativo de la delegación. Esto ha conducido, apunta C. Sánchez, a la coexistencia de una autoridad administrativa, el subdelegado, y una agraria, el representante comunal (op cit: 174).
El esquema diseñado encuentra su complemento en el sistema de mayordomías; los mayordomos cumplen la función, de raíz colonial, de celebrar las fiestas de los santos comunitarios, y es durante la gestión de cada funcionario cuando asume posiciones de autoridad, sea interviniendo en conflictos internos o bien externando sus opiniones. Para Consuelo Sánchez si bien las mayordomías son parte de la organización comunal y a través de sus ceremoniales públicos estimulan la comunicación entre sus miembros y la identidad comunitaria, generando activas relaciones de reciprocidad, son una “supervivencia”, tolerada por las autoridades citadinas y federales al ser interpretada como un asunto cultural, más que “político-judicial” (op cit: 178).
El modelo propuesto de organización política de los pueblos de Milpa Alta se compone de varias estructuras, la más amplia es la delegacional, correspondiente al sistema administrativo y político de la Ciudad de México y que abarca a los doce pueblos; una segunda es la que forman los nueve pueblos de la macrocomunidad, y la tercera es la de cada uno de los pueblos. “La forma de gobierno macrocomunal, configurada por los comuneros, está integrada por una autoridad agraria general (elegida por todos los comuneros de la macrocomunidad) y las autoridades agrarias de cada una de las nueve comunidades singulares (elegidas por los comuneros de su respectiva comunidad). Estas autoridades (la general y la de cada comunidad singular) sostienen reuniones periódicas para abordar todos los asuntos relacionados con el territorio y los recursos de la macrocomunidad” (Sánchez, 2006: 180-181).
A nivel de cada comunidad el modelo reconoce tres tipos de autoridad: la comunal agraria, el subdelegado (o coordinador de enlace territorial) y el mayordomo de la fiesta patronal. Mientras que el primero y el tercero son elegidos por los comuneros solamente, el subdelegado lo es por avecindados y comuneros; sin embargo, las funciones de estas autoridades no están articuladas, lo que genera conflictos. Para Consuelo Sánchez esta situación ha sido inducida por la “influencia estatal” (op cit: 183).
Una institución de importancia central en el funcionamiento de la organización política de los pueblos originarios de Milpa Alta, reconocida por Consuelo Sánchez, es la asamblea, la cual muestra asimismo tres variantes, correspondientes a las instancias organizativas: la asamblea general de los comuneros, que reúne a la macrocomunidad, la asamblea de comuneros de cada comunidad y la asamblea poblacional, que reúne a originarios y avecindados de cada pueblo. “Muchos avecindados se han asentado fuera de los cascos urbanos de los pueblos, por lo que recurren a estas asambleas para que se incluyan sus demandas de servicios públicos. Algunos comuneros se oponen a la aprobación de tales demandas cuando la dotación de servicios implica la ampliación del casco urbano de su pueblo, más allá de lo que consideran adecuado” (op cit: 188).
Esta sugerente propuesta, sin embargo, resulta un tanto esquemática cuando la contrastamos con otras perspectivas y otros datos. Dos son los trabajos que aportan una sustanciosa información sobre cuestiones soslayadas en el ensayo de C. Sánchez; por una parte está el minucioso trabajo etnográfico de María de Jesús Martínez Ruvalcaba (1988) que nos muestra la extrema complejidad de la organización ceremonial que se asienta en la cabecera delegacional, Villa Milpa Alta: de tal magnitud que es sin duda el sistema más complejo de los conocidos en los pueblos originarios del Distrito Federal, expresa nítidamente las especificidades regionales de sus organizaciones comunitarias, sobre todo su dinamismo y constante creatividad. Esto lo comprueba Iván Gomezcésar, en el otro trabajo que establece una diferente perspectiva analítica, quien en su tesis doctoral (2005), destaca la emergencia de un nuevo culto, la de El Leñerito, una transmutación de la antigua imagen del Señor de las Misericordias, en el contexto de la intensa lucha agraria desatada en la defensa de los bosques y de la propiedad comunal; aunque el eje de su trabajo es la recuperación y la reinvención de la historia de Milpa Alta con el fin de legitimar la lucha por la propiedad comunal, así como mantener la unidad de los pueblos de la Confederación a partir de una identidad como “pueblo originario”.
Una de las características más notables de los pueblos originarios es la intensidad y la espectacularidad de sus ciclos ceremoniales comunitarios, en ellos se despliega una compleja actividad organizativa y una enorme cantidad de recursos. Articulados muy estrechamente a las instituciones de gobierno, en el marco impuesto de las Repúblicas de Indios, así como a los diversos rituales que acompañan al ciclo de trabajo en la milpa, se configuran como la matriz en la que se establece la reproducción social y cultural de las comunidades agrarias. El desconocimiento de las autoridades comunales, y de la propiedad comunitaria, por parte de los diferentes gobiernos liberales en el periodo independiente, no elimina a estos sistemas político-religiosos, sino que los coloca en una situación ambigua, cuando no clandestina. Las difíciles condiciones políticas y económicas por las que atraviesan hasta los comienzos del siglo xx encuentran en esta matriz organizativa el refugio para mantener su integridad; solamente a partir de la reforma agraria, iniciada bajo el signo de la Revolución Mexicana, se abre paso a un gradual proceso de reconstitución social y económica. Pero el mayor impulso a la recuperación y reinvención de la cultura de los pueblos originarios es una ideología nacionalista que tiene en el pasado mesoamericano un referente fundamental, sobre todo lo que aparece es una nueva concepción de nación en la que uno de sus ingredientes principales es la cultura de los pueblos indios.
Esta ideología constituye el mensaje central del gran proyecto educativo impulsado por José Vasconcelos desde la Secretaría de Educación Pública en los años veinte, desplegado en una novedosa organización que genera misiones culturales, normales regionales, nuevos materiales didácticos, y tiene como uno de sus más importantes productos al maestro rural, imbuido de una pasión nacionalista y de un afán revolucionario. Estos maestros rurales serán los organizadores y líderes del gran movimiento campesino de los años treinta, y son también los creadores de un novedoso movimiento indígena que recrea su historia y reinventa su cultura. Un espléndido ejemplo es el de los comuneros de Milpa Alta, cuyos dirigentes, maestros rurales la mayoría, construyen un novedoso discurso histórico que respalda la lucha de los comuneros por la tierra, primero, y por los bosques, después, según nos lo narra con pasión I. Gomezcésar (2005).
El primer presidente municipal de Milpa Alta, en 1919, es un maestro, Leobardo Fernández (op cit: 51); quien inicia los trabajos para reconstruir la población, devastada por la guerra civil, en la que el ejército federal establece la táctica militar de “tierra arrasada” que expulsa prácticamente a toda la población. Esta situación incluye a los otros pueblos campesinos del sur de la Cuenca de México, los cuales en su mayoría apoyan al ejército zapatista; de tal suerte que el marcador de un movimiento de reconstrucción es el año de 1920, cuando se consolida el nuevo régimen nacionalista. Mientras tanto, en los municipios del Distrito Federal, al igual que en Milpa Alta, se suceden anualmente los presidentes municipales hasta 1928, cuando por una reforma constitucional se establece el régimen delegacional, en el que se centraliza la organización política al gobernar el D. F. un regente nombrado directamente por el presidente en turno. Esta situación traslada el ámbito de la vida política comunitaria a dos instancias, la agraria, con el conjunto diverso de sus autoridades, y el complejo de instituciones religiosas comunitarias encargadas del ciclo ceremonial anual. Esto lo muestra elocuentemente la historia reciente de Milpa Alta.
Para los años treinta del siglo xx Milpa Alta es una delegación en la que la lengua de uso cotidiano es el náhuatl, la cultura material misma corresponde a la de los otros pueblos indios del Altiplano central. La conjunción de la tradición nahua y la actividad política de los maestros rurales, en el marco del nacionalismo revolucionario y la política indigenista del régimen cardenista, genera diversos movimientos políticos, algunos de ellos con una clara propuesta autonómica, como los reunidos en el Consejo Supremo de la Raza Tarahumara, organizado en 1939 (Aguirre Beltrán, 1991; Sariego, 2002).
En el centro del país, en el movimiento por el que se fundan diversas instituciones antropológicas e indigenistas, adquiere un primer plano la importancia de los pueblos nahuas como herederos de los “aztecas”, incluso la propia lengua es exaltada. Así, en el Instituto Mexicano de Investigaciones Lingüísticas, fundado en 1933 por Mariano Silva y Aceves, se establece un programa para el estudio tanto de las lenguas indias como del español de México; un resultado de esto es la creación de las cátedras de filología hispánica y de lenguas indígenas en la UNAM; la primera cartilla hecha por un misionero del Instituto Lingüístico de Verano, William C. Townsend, es con el náhuatl de Tetelcingo, Morelos; pero el mayor acontecimiento es la creación de la Academia de la Lengua Náhuatl, impulsada por los organizadores de la Primera Asamblea de Filólogos y Lingüistas, realizada en 1939 en la Ciudad de México, y de la que emerge el Consejo de Lenguas Indígenas. En esta asamblea participan tanto la citada academia como la Academia de la Lengua Maya (España, 1988). Como parte de este impulso indigenista se organiza en Tepoztlán, Morelos, en 1938, la Sociedad Pro-Lengua Náhuatl Mariano Jacobo Rojas; participan tanto maestros hablantes de náhuatl como estudiosos de la lengua, tal como el lingüista Byron MacAfee. Entre los maestros encontramos a Fidencio Villanueva, quien va a jugar un papel fundamental en la construcción de lo que Gomezcésar llama la “historia fundacional” de Milpa Alta. De hecho es el autor de la primera versión de esa historia.
Fidencio Villanueva Rojas estudia en la Escuela Nacional de Maestros en el lapso 1928-1933, y al año siguiente se instala como maestro en Milpa Alta, convirtiéndose en un activo educador y organizador, pues es de los que participa en la organización de la Primera Feria Regional de Milpa Alta, en 1939, cuando distribuye la primera versión de la historia fundacional (Gomezcésar, 2005: 93). Esta historia habrá de entrelazarse muy estrechamente con la lucha de los comuneros de Milpa Alta.
El punto de partida es la concesión para la explotación de los bosques de Milpa Alta, y otras delegaciones vecinas, a la Compañía Papelera de Loreto y Peña Pobre en 1947; la reacción es la organización, en 1948, del Comité de Defensa de los Montes Comunales de Milpa Alta, cuyo presidente, el maestro Cecilio S. Robles, redacta un documento histórico, una variante de la historia fundacional del maestro Villanueva, con el título Breves datos históricos de los nueve pueblos que integran la actual comunidad de Milpa Alta, copropietarios de las tierras y montes, según sus títulos. “Es importante destacar que Robles no se reivindica como autor, dando a entender que se trata de documentos históricos que él simplemente transcribe y anota. El texto está integrado al expediente agrario de Milpa Alta en la Secretaría de la Reforma Agraria, es decir, se trata de un documento formalmente presentado por la representación comunal” (op cit: 100).
Otro de los más importantes intelectuales ligados al movimiento comunero es Francisco Chavira Olivos, médico particular, da a conocer, en 1949, una Historia de la Delegación Milpa Alta, con prólogo de Fidencio Villanueva. Es una nueva versión de la historia fundacional, con mayores datos y otros énfasis; lo más interesante es que a lo largo de los años el doctor Chavira ha continuado publicando diversas versiones, con nuevos datos. En 1973 publicó una monografía sobre la misma delegación, y en 1992 aporta un ensayo a la obra colectiva y testimonial Historias de mi pueblo. La monografía, apunta Gomezcésar, “es mucho más completa que las anteriores y contiene datos, no sólo de la historia fundacional, sino del periodo colonial y el México del siglo xix; asimismo cuenta con una magnífica síntesis de la revolución de 1910, elaborada principalmente con testimonios de los actores. Se trata, pues, del primer esfuerzo por tener una visión histórica de conjunto de la región” (op cit: 106).
Para completar el planteamiento sobre este proceso de reconstitución política y cultural de los nueve pueblos de Milpa Alta es necesario remitirse a un antiguo conflicto por la tierra con San Salvador Cuauhtenco, el que ha tenido momentos de crisis y enfrentamiento; y continúa vivo hasta nuestros días en los marcos de la legislación agraria, pero ha sido un acicate en el mantenimiento de la unidad interna de la Confederación. Las raíces históricas de la disputa se encuentran desde el siglo xvi, de cuando procede la Merced Real otorgada a Cuauhtenco y los Títulos Primordiales de Milpa Alta; a esto se añade otro conflicto suscitado también en la misma época, el de la posesión del manantial de Tulmiac, de enorme importancia por la carencia del recurso acuático en esta región montañosa. “Aunque el Tulmiac ha dejado de ser importante como recurso acuífero desde hace muchas décadas, el conflicto por límites se ha mantenido. Se trata de la posesión de siete mil hectáreas de bosque ubicadas muy cerca de la concentración poblacional más grande de México” (op cit: 148).
Una resolución presidencial de 1952, que trata de resolver el conflicto de tierras entre la Confederación y Cuauhtenco, reconoce y titula 17 994 hectáreas a los nueve pueblos de Milpa Alta; para el año siguiente otra resolución presidencial confirma y titula los terrenos comunales de San Salvador. “De las casi 25 000 hectáreas de bosques de Milpa Alta, a los nueve pueblos de la Confederación les correspondería alrededor de 72%, mientras que el restante 28% sería para San Salvador” (op cit: 156). Los nueve pueblos rechazan estas resoluciones por considerarlas inequitativas; y el conflicto se agrava por la intervención de la compañía papelera, que establece acuerdos con los comuneros de Cuauhtenco para explotar el bosque en aquella parte que esta precisamente en disputa.
Otros factores que contribuyen al agravamiento de las tensiones proceden de la política seguida por la compañía papelera, tales como la prohibición a los comuneros de explotar el bosque y la formación de guardias forestales armados que detienen a los comuneros para multarlos, lo cual conduce a enfrentamientos armados en los que pierden la vida numerosos comuneros. El conflicto se agudiza todavía más por la intervención del delegado a favor de la compañía papelera y la imposición, en 1968, de un presidente de la representación comunal que firma acuerdos favorables a la misma empresa.
Esta situación desfavorable para los comuneros es aprovechada por las empresas inmobiliarias de la Ciudad de México. “En 1974, con autorización de la Delegación, se publicaron revistas y aun en la prensa se ventiló un proyecto de crear un parque nacional en la zona Ajusco-Milpa Alta, que comprendería hoteles, restaurantes, cabañas, un zoológico y la feria más grande de México”. El gobierno federal, por su lado, autoriza la construcción de una Ciudad de la Ciencia y la Tecnología y de un Centro Interdisciplinario de Ciencias de la Salud, del Instituto Politécnico Nacional en una amplia extensión del vecino municipio de Juchitepec, ya en el Estado de Morelos, pero que también abarca 700 hectáreas del terreno comunal de Milpa Alta, las cuales son cercadas con alambre de púas (Gomezcésar, 2005: 161).
Frente a esta difícil situación los pueblos de la Confederación responden de diversas maneras; en el pueblo más afectado, Santa Ana Tlacotenco, se forma, en noviembre de 1974, una asociación para la defensa del bosque, “Constituyentes de 1917”; y para el 5 de febrero de 1975 se suscita un conflicto en la zona afectada, en el que participa una multitud de comuneros, quienes enfrentan a los guardias y a uno de los ingenieros responsables de las obras iniciadas, quienes son desarmados y detenidos, rescatándose documentos que revelaban la magnitud de los proyectos que se emprendían. En el proceso de negociación con las autoridades, los comuneros logran la suspensión de la obra y el retiro de la constructora de los terrenos ocupados; lo cual es oficialmente confirmado por la resolución presidencial publicada el 27 de febrero de 1975 (op cit: 162-164).
El triunfo del movimiento comunero, encabezado por los miembros de la asociación Constituyentes de 1917, los alienta para fijar los objetivos de su lucha: cancelar la concesión forestal, exigir el cumplimiento de la ley forestal y comenzar una reforestación, democratización de la asamblea, con la renuncia del presidente impuesto, Daniel Chícharo Aguilar, la elaboración de un nuevo censo comunal y la solución del conflicto con Cuauhtenco. La efervescencia provocada por todos estos acontecimientos reactivó las asambleas comunitarias y condujo a una reorganización de la asociación. Ahora se integraba por cuatro grupos, uno de los cuales, el Consejo de Respetables, “tenía la encomienda de fomentar la conservación de la tradición náhuatl”, además de asesorar al grupo dirigente, integrado por los presidentes de cada uno de los pueblos, elegidos en asamblea general. Un tercer grupo, cuyos miembros no fueron conocidos públicamente, tenía a su cargo la tarea de vigilar a los presidentes, y estaba encabezado por el doctor Chavira. La base social está constituida por la asamblea comunal (op cit: 165).
Los años setenta fue un periodo de que alcanzó su punto más alto el movimiento campesino nacional, era una respuesta a una política gubernamental orientada a reducir la importancia de la agricultura tradicional, fortaleciendo las grandes empresas agropecuarias, lo que condujo, entre otros resultados, a la pérdida de la autosuficiencia alimentaria; lo cierto era que se trataba de una embestida más contra el campesinado. Así, las reacciones de protesta se extendían por todo el territorio nacional, a lo cual el régimen presidencial de Luis Echeverría dio diversas respuestas políticas; una de ellas fue la Ley de Reforma Agraria de 1972, uno de cuyos resultados fue la recuperación de los bosques comunitarios de diversos pueblos indígenas, particularmente de tarahumaras, zapotecos y tarascos. Estos últimos reaccionan generando un intenso y original proceso de reconstitución comunitaria, que les lleva a recuperar las organizaciones comunitarias de origen colonial, como las mayordomías, pero sobre todo la lengua amerindia; además, cambian su denominación étnica de “tarascos” a la de “purépechas” y se encaminan a organizar una vasta movilización en Michoacán dirigida, entre otros objetivos, a constituirse en la “nación purépecha” (Vázquez, 1992).
Otra de las respuestas políticas fue la promoción gubernamental para organizar el primer movimiento indio organizado a escala nacional, el Consejo Nacional de Pueblos Indígenas (cnpi), cuyo primer congreso fundacional--auspiciado por el Instituto Nacional Indigenista, la Secretaría de la Reforma Agraria y la Confederación Nacional Campesina, del Partido Revolucionario Institucional--- tuvo lugar en Pátzcuaro, en octubre de 1975. La base organizativa del congreso fueron los Consejos Supremos, inspirados en el movimiento tarahumara de los años treinta; su configuración se hacía a partir de una ficción, los “grupos étnicos”. La ficción consistía en suponer que los hablantes de una lengua amerindia constituían una unidad que podía representarse políticamente por un consejo supremo; sin embargo, la dispersión y ausencia de tales instituciones representativas en las cinco lenguas más importantes del país (náhuatl, maya, zapoteco, mixteco y otomí) contradecían esa propuesta política (Medina, 1983).
Los comuneros de Milpa Alta aprovecharon bien esa coyuntura política y se organizaron en el Consejo Supremo Náhuatl del Distrito Federal, específicamente los miembros de la asociación Constituyentes de 1917, con lo cual se articulaban, con sus propias demandas, al movimiento indígena nacional; el presidente sería otro de los intelectuales del movimiento comunero, Carlos López Ávila, quien también elaboraría otra versión de la historia fundacional. Con esta incorporación a un movimiento nacional la lucha local de los comuneros accede a escenarios políticos más amplios, como lo mostraría la participación en el “Frente de Defensa de la Propiedad Comunal del Distrito Federal”, que desplegó una activa lucha con otros pueblos afectados por la política gubernamental. Si bien este movimiento se mantuvo hasta 1978, los comuneros continúan su lucha en otros foros.
La crisis del cnpi, debida a la presión del partido oficial para alinearlo a su política y a la resistencia de una gran parte de los consejos supremos integrantes, provocó la separación de los inconformes, quienes se agruparían en la Coordinadora Nacional de Pueblos Indígenas, la que mantendría una línea más flexible. Los comuneros salen también y se orientan hacia el movimiento campesino del estado de Morelos, en ese impulso participan en el Primer Encuentro Nacional Campesino, en junio de 1979, convocado por el Departamento de Sociología Rural de la Universidad Autónoma Chapingo. Para agosto de ese mismo año, en el Primer Congreso Nacional Extraordinario del Movimiento Nacional Plan de Ayala los comuneros aparecen con una nueva denominación: Comuneros Organizados de Milpa Alta (coma); quienes se convierten en los anfitriones para la realización del Encuentro Nacional de Organizaciones Campesinas Independientes, los días 12 al 14 de octubre de 1979; participa entonces un grupo muy numerosos de organizaciones indígenas. Uno de los resultados de este encuentro es la organización de un movimiento independiente, la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (cnpa). “Particularmente importante es el hecho de que tanto en el I Encuentro como en los subsecuentes, la cnpa aborda el problema étnico desde una perspectiva amplia, refiriéndolo a diversos aspectos de la vida de las comunidades; así, lo étnico deja de restringirse a las cuestiones culturales –lengua y tradiciones—adquiriendo una mayor riqueza” (Mejía Piñeros y Sarmiento, 1987: 199). La primera acción desarrollada por la nueva organización nacional es la realización de un mitin y de una marcha en apoyo de los comuneros de Milpa Alta.
En julio y agosto de 1980 se da un nuevo giro al movimiento de los nueve pueblos; en un enfrentamiento violento con los comuneros es linchado el dirigente espurio, lo que da paso a la democratización de la asamblea, eligiendo entonces a nuevos dirigentes, luchadores activos desde el comienzo del movimiento de defensa del bosque. “De esta forma coma obtuvo la representación comunal de los nueve pueblos. Con estos hechos, que en cierta forma culminan una etapa de lucha, la situación en Milpa Alta se modificó: las talas clandestinas se acabaron y fue disuelto el grupo de talamontes. La delegación política perdió parte de su poder y se terminó con el ambiente de violencia y represión que se había vivido” (Gomezcésar, 2005: 171).
Todo este activo movimiento de lucha por la defensa de los bosques comunales, con sus altibajos, transforma profundamente a los pueblos participantes, pero sobre todo los obliga a reaccionar creativamente, acudiendo a su patrimonio cultural intangible, a la tradición civilizatoria mesoamericana de los pueblos nahuas. En este proceso de reconstitución se recurre a la historia local, movimiento por el cual se distinguen y distancian de sus raíces xochimilcas. En efecto, la llamada historia fundacional, formada por diversos relatos elaborados por los intelectuales orgánicos del movimiento comunero, elabora otra concepción, la que contribuye a fortalecer la identidad de los pueblos de Milpa Alta, pero específicamente aquellos que forman parte de la Confederación; como se apuntó antes, la aparición de las versiones de la historia corresponden a jalones en la lucha de la defensa de los bosques.
En pocas palabras, la historia fundacional narra los orígenes toltecas y chichimecas de los nueve pueblos de la Confederación, lo que configura un territorio que sería llamado Malacachtepec Momozco; sometidos por la dominación mexica, mantienen su espacio territorial, y algunos de los nobles invasores se incorporan al señorío. El sucesor del linaje gobernante es testigo de la caída de Mexico-Tenochtitlan, y condiciona su sometimiento al régimen novohispano por el respeto a su integridad territorial. “Finalmente, en 1528, los franciscanos y los enviados de la corona española bautizaron a los principales de cada uno de los nueve pueblos, los cuales fueron refundados en el sitio que todavía ocupan. Los límites de la propiedad territorial comunal de lo que empezó a llamarse Milpa Alta fueron reconocidos por las autoridades coloniales” (Gomezcésar, 2005: 70).
En este punto es importante apuntar la importancia central de la propiedad comunal para la reconstitución cultural de los nueve pueblos, es decir, de la Confederación. Esta base se consolida por el hecho de que ocho de los pueblos han encontrado en el cultivo y comercialización del nopal verdura una fuente importante de ingresos que ha contribuido al mantenimiento relativo de su autonomía económica y política; el noveno pueblo, San Pedro Atocpan, ha desarrollado otra actividad también redituable, la elaboración y comercialización del mole. En cambio San Bartolomé Xicomulco y San Salvador Cuauhtenco mantienen la memoria de sus raíces xochimilcas, y su actividad económica se relaciona con la explotación del bosque. San Antonio Tecómitl, también de raíces xochimilcas, se ha articulado con la cultura y el destino de los pueblos lacustres cercanos, cuya tradición comparte, como Míxquic, Ixtayopan y Tláhuac.
La reconstitución comunitaria que se realiza en el proceso de la lucha por los bosques comunales se expresa también en el ámbito tradicional de la organización religiosa, pues ahora en la ceremonia que se realiza anualmente en La Quinta el 5 de febrero, para conmemorar el rescate del bosque, llega una imagen religiosa, la del Señor de las Misericordias, pero ahora transmutada en El Leñerito, pues se le han incorporado símbolos relacionados con el corte de la leña.
Un ritual importante para las mayordomías de Milpa Alta ha sido el corte de la leña que será usada en las diversas actividades ceremoniales, especialmente los banquetes rituales; es posible que también tenga una relación con el muy antiguo culto al fuego de los pueblos mesoamericanos. Sin embargo, a consecuencia de un enfrentamiento entre los mayordomos, que acudían al bosque para cortar la leña del santo, y para lo cual se acompañaban del estandarte correspondiente, con los comuneros que lo vigilaban, dio como resultado una modificación del ritual y a la emergencia de una nueva mayordomía, la de El Leñerito, pues ahora solamente sus mayordomos estaban autorizados para cortar la leña. Así, estos mayordomos se han convertido en los leñadores de los otros santos.
La mayordomía de El Leñerito ha crecido en importancia, junto con la de Nuestro Señor de Chalma y la Virgen de Guadalupe, en tanto que otras, como del Señor del Sacromonte y la del Señor de Ixcatepec, están languideciendo. La del Señor de las Misericordias, que también se encontraba en este trance, transmutada en El Leñerito, y con ello articulada al movimiento de los comuneros, ha adquirido una nueva vitalidad. Ahora los mayordomos de esta nueva advocación cambian el cargo, es decir son coronados, en la parte del bosque donde se hacen los cortes de leña, además de que tienen una participación activa en la peregrinación a Chalma. “La presencia de la mayordomía en la celebración de la lucha por los bosques representa entonces la reiteración del pacto alcanzado entre las autoridades comunales y las autoridades tradicionales de los pueblos” (Gomezcésar, 2005: 180).
En una perspectiva más general nos encontramos con una transformación de los santos patrones de Milpa Alta, pues cuando es implantado el cristianismo por los franciscanos la imagen que se erige como la protectora de este pueblo es la virgen de La Asunción, celebrada el 15 de agosto, y todavía ahora la fiesta más importante; sin embargo, en la reconstitución generada por el movimiento comunero ha crecido el culto al Señor de Chalma, a tal grado que ahora rivaliza con la fiesta de La Asunción, y bien podemos decir que nos encontramos con dos fiestas patronales; pero este mismo proceso apunta al objetivo de la historia fundacional, crear una nueva identidad cultural a partir del patrimonio histórico fundado en la tradición cultural mesoamericana.
En un sentido que lo articula con los pueblos del sur del Distrito Federal ha aparecido en Milpa Alta el culto a un niño dios. Tanto en los pueblos de Xochimilco, como en los de Tláhuac y Tlalpan tiene una gran importancia el ciclo ceremonial de invierno establecido en torno al niño dios, el mayor representante de este culto es el Niñopan de Xochimilco, una mayordomía de grandes dimensiones, por la complejidad y el costo de sus ceremoniales. Milpa Alta se incorpora a esta tradición. “Un buen día de 1990, amaneció El Leñerito con un hijo, que recibe las mismas atenciones que el padre, que también es digno de que se le hagan miss, de tener una mayordomía, cargadores y de salir con frecuencia a visitas. El Niño Tequila también va al monte, a la Quinta, a San Pedro, a Xochimilco y a Chalma. Y también tiene sus parajes donde cortan su leña” (op cit: 182).
A la Confederación de los Nueve Pueblos de Milpa Alta bien podemos llamarle un pueblo altepetl, es decir un grupo de pueblos originarios unidos simbólicamente por los rituales comunitarios, pero en este caso particular su unidad se ha configurado sobre la base de la propiedad comunal y su nueva identidad se ha forjado en la intensa lucha por la defensa de sus bosques y de su integridad cultural frente a los embates de la mancha urbana.
Xochimilco: pueblo altepetl
De entre los pueblos chinampanecas del sur del Distrito Federal Xochimilco es sin duda el más conocido, es la referencia obligada cuando se alude a la historia y a la cultura mesoamericanas de la Ciudad de México; es asimismo el lugar privilegiado en las rutas turísticas, tanto las de extranjeros que visitan la capital del país, como de los nacionales. Los canales de Xochimilco, con sus trajineras y sus chinampas, han sido parte históricamente importante de los paseos de los capitalinos, y es hasta ahora el proveedor importante de verduras y de flores para la gran ciudad. Paradójicamente, carece de investigaciones etnográficas sistemáticas y extensas; sociólogos, economistas, ecólogos e historiadores han hecho aportaciones sustanciales; la etnografía está pendiente todavía. Lo asombroso es que la información que conocemos sugiere una enorme riqueza y complejidad de la organización ceremonial y de sus tradiciones culturales.
Xochimilco se organiza actualmente en 14 pueblos, la cabecera, a su vez, está integrada por 17 barrios. Cada una de estas unidades sociales y políticas tiene a su vez su propia organización político-religiosa. Más allá de la estructura organizativa delegacional lo que domina la vida de estos barrios y pueblos es una intensa actividad ceremonial; en ella se expresan jerarquías y relaciones que sintetizan de muchas maneras el trasfondo mesoamericano y la estructura novohispana, en la cual se entrelazan muy estrechamente las relaciones políticas y las religiosas. Estas son las características que nos permiten reconocer lo que aquí llamamos “pueblo-altepetl”; para respaldar esta propuesta aportaremos algunos elementos básicos.
Los barrios de Xochimilco
San Juan Bautista Tlaltentli San Cristóbal Xallan
La Concepción Tlacoapan Santa Crucita Analco
La Asunción Colhuacatzinco Belén de Acampa
San Diego de Alcalá Tlalcozpan N. S. de los Dolores Xaltocan
La Guadalupita Xochitenco S. Pedro Apóstol Tlalnahuac
La Santísima Trinidad Chililico El Rosario Nepantlatlaca
San Lorencito Tlaltecpan S. Marcos E. Tlaltepetlalpan
San Esteban Mártir Tecpanpan S. Antonio de Padua Molotlán
San Francisco de Asís Caltongo
Los pueblos xochimilcas
Santa María Tepepan Santa Cecilia Tepetlapa
Santa Cruz Xochitepec San Lorenzo Atemoaya
Santiago Apóstol Tepalcatlalpan San Lucas Xochimanca
Santa María Nativitas Zacapan San Mateo Xalpan
San Luis Tlaxialtemalco Santa Cruz Acalpixcan
San Francisco de Asís Tlalnepantla San Gregorio Atlapulco
San Andrés Apóstol Ahuayucan Santiago Apóstol Tulyehualco
Diversos autores han enlistado las numerosas celebraciones del calendario ceremonial de los pueblos y los barrios de Xochimilco, las que, como lo dijo un trajinero a Vania Salles, son realizadas “en muchos lugares y todos los días” (Salles y Valenzuela, 1997; Del Valle Berrocal, 1998; Cordero López, 2001); sin embargo, como lo hemos propuesto antes, esta diversidad se puede organizar, para fines analíticos, en ciclos. Con esto facilitamos el reconocimiento de las implicaciones históricas del calendario festivo, así como su complejo simbolismo. Sin embargo, ante la carencia de trabajos con esta orientación, acudiremos a algunos de los datos accesibles.
Del rico acervo festivo xochimilca hemos elegido como referencia dos grandes celebraciones, en las cuales participan todos los pueblos y todos los barrios, reafirmando su unidad cultural e histórica, la de la Virgen de los Dolores de Xaltocan y la peregrinación a Chalma. La ceremonia a la Virgen de los Dolores es movible, se ajusta al calendario lunar cristiano, realizándose antes de la Cuaresma; siempre comienza en domingo; en ella participan todos los barrios “y cinco de los catorce pueblos” (Cabrera Vargas y Stephan-Otto, 1999: 45). Desde quince días antes se reúnen los mayordomos de los barrios para organizar las actividades; una semana después de iniciados los trabajos se realiza el “Paseo de la bandera”, ceremonia en la cual los organizadores recogen una de las imágenes de la virgen en la casa del mayordomo que la tiene a su cargo, esta imagen es llamada la Chiquita, la grande, llamada La Peregrina, permanece en el templo; la comitiva, acompañada por una banda de música, se dirige a la iglesia para la celebración de la misa de 8 de la mañana, y posteriormente todo el grupo realiza un recorrido a pie por todas las capillas de los barrios. En cada uno de los lugares en que se detienen reciben antojitos y bebidas, siempre bajo el marco sonoro de los cohetes; pero el banquete mayor lo ofrecen los habitantes del barrio de La Asunción (op cit: 47).
El sábado por la tarde, o sea la víspera del día más importante de la fiesta, se reúnen los fieles para realizar una procesión por todas las calles del barrio, acompañando a La Peregrina; el ceremonial de Las Mañanitas comenzó a las nueve de la noche y se continuó hasta las tres de la mañana, cuando estallan juegos pirotécnicos, salvas y cohetones. La primera misa, de las siete de la mañana, es para los mayordomos de la Virgen de los Dolores de Xaltocan. A lo largo del día participan diferentes grupos de danzas, también llegan a presentarse Los Voladores de Papantla. “Para el ciclo ceremonial los barrios están perfectamente organizados, cada uno trae su música, sus danzas, sus cohetes y juegos pirotécnicos, además de su portada, algunas ellas hechas de semillas, otras de flores, de cera, de dulces, de plumas y en este año (1994) el barrio de San Antonio Molotlan hizo su portada de monedas” (Cabrera y Stephan-Otto, 1999: 48).
Cada día llega el mayordomo de cada barrio para llevarse la imagen de La Chiquita a su respectiva capilla, donde recibe los rituales de la población local, ahí permanece por la noche y al día siguiente la llevan a misa por la mañana, la regresan al barrio y ya por la tarde la depositan en la capilla de Xaltocan. La secuencia en la que se turnan las mayordomías se establece en una reunión previa de los organizadores; luego que participan los barrios lo hacen los canoeros, los comerciantes y los choferes. Aun cuando el orden puede variar año con año, existen dos excepciones, que resultan significativas en términos de sus implicaciones históricas y de los matices que asume la religiosidad en Xochimilco. La primera excepción se refiere a la participación de “los cuatro barrios”: La Guadalupita, San Lorenzo Tlaltecpan, San Diego Tecozpan y San Esteban Tecpampa, en el jueves de la primera semana; la segunda “es que al barrio de la Asunción Colhuacatzingo Atlitic le corresponden dos días, el martes y el viernes de la primera semana, el martes es la ‘mayordomía de los pobres’ donde participan los habitantes de los callejones del Infiernito, Huahualaco. Tlaxcalpa y Pelaxtitla; el viernes es la ‘mayordomía de los ricos’ organizada por los vecinos del callejón de Bodoquepa” (op cit: 48).
En el barrio de la Asunción hay cinco imágenes de la Virgen de los Dolores de Xaltocan, una por cada callejón; cada una con su mayordomo, aunque en el caso específico de Bodoquepa hay tres mayordomos, correspondientes a la cena, el desayuno y el almuerzo, para repartirse los gastos considerables de estos banquetes ceremoniales (op cit: 49). Cada uno de estos mayordomos cuida la imagen de la Virgen durante cuatro meses, al final de los cuales “cuando se entrega la sagrada imagen al siguiente mayordomo, se entregan también todas sus pertenencias, que están inventariadas en una libreta y cuando un mayordomo las recibe, hace un recuento, revisa su estado de conservación y posteriormente firma la libreta” (op cit: 50).
La participación de representantes de Tepoztlán y de Chalma en el ceremonial de la virgen de Xaltocan remite a antiguas identidades históricas, pues ambas poblaciones formaban parte del antiguo señorío de Xochimilco.
Los de Tepoztlán cuando se inicia el ciclo ceremonial de la Virgen de los Dolores traen leña a la mayordomía de Xaltocan. Trasladan la leña en burros que vienen adornados con papel y flores, vienen acompañados de bandas de música, antes de llegar comen en el monte y toman “te de monte”. Los habitantes del barrio de La Asunción van a encontrarlos llevándoles alimentos, cuando descargan les sirven una gran comida y después hacen un baile en que participan todos. Los habitantes de Chalma, por su parte, traen a las ceremonias de Xaltocan leña, pulque y maíz. Llegan 10 o 12 mulas con la carga y las entregan a los Mayordomos, quienes en reciprocidad les sirven una gran comida (Cabrera y Stephan-Otto, 1999: 50).
La peregrinación al santuario de Chalma es otro de los grandes ceremoniales que reúne a todos los pueblos y barrios de Xochimilco, sin que cada uno de ellos pierda su identidad, antes bien es la ocasión en que acuden con sus santos patrones, sus estandartes y sus banderas para hacer evidente su condición de representantes de cada pueblo o barrio. Organizada por la Mesa Directiva Pro Festejos del Señor de Chalma, la peregrinación parte el 24 de agosto; la colecta para costear la alimentación de los peregrinos en el recorrido de ida se hace con cinco meses de anticipación. La comida de regreso es ya responsabilidad de cada grupo en particular.
Dos son los lugares de Xochimilco que adquieren relevancia en esta gran peregrinación: el barrio de Xaltocan y el pueblo de Santiago Tepalcatlalpan. En el primero está el local de la Mesa Directiva, donde se reúnen para organizar la peregrinación, particularmente para recaudar los fondos que se requieren. La salida se hace desde la iglesia de Xaltocan, donde se hace una misa de despedida; los peregrinos se organizan por pueblo y por barrio, identificados por la imagen de su santo patrón. Los peregrinos aportan, como “manda”, instrumentos de trabajo para mantener limpio el santuario; llevan también todos los elementos para hacer la portada de la iglesia, instalada el día 28 de agosto para que se realice el cambio de mayordomos.
Los mayordomos que fungieron este año venían a caballo en el último contingente, distinguiéndose por las bandas azules que cruzaban su pecho, llevaron cerca de 300 gruesas de cohetes que quemaron en todo el recorrido y que se prendieron tanto para indicar su paso por las diferentes localidades como para avisar a los peregrinos la horas de levantarse, las salidas del lugar donde durmieron y las llegadas a una nueva estación. Al final de este grupo tan grande iban 120 caballos de remuda para auxiliar a los peregrinos cuando se les agotaban las fuerzas (Cabrera y Stephan-Otto, 1999: 64).
El contingente de peregrinos llegó a Chalma el día 26; desayunaron en El Ahuehuete--el árbol sagrado que tiene un manantial a su pie y donde los peregrinos bailan llevando una corona de flores--, comieron en el santuario y oyeron misa; a la madrugada del 27 cantaron Las Mañanitas al santo patrón de Chalma, hicieron entrega de la manda, oyeron misa y, al final, quemaron los castillos pirotécnicos que eran parte de la “promesa”, es decir la ofrenda llevada. El día 28, día de San Agustín, los peregrinos xochimilcas cantaron Las Mañanitas en la madrugada, oyeron misa y se fueron a bañar al sagrado río de Chalma. Como es la fiesta patronal de Chalma, se “oficiaron misas cada hora desde las 7 de la mañana, hubo bandas y mariachis que tocaban música popular, había juegos pirotécnicos, jaripeo, peleas de gallos, puestos de antojitos y muchos otros juegos. La jornada finalizó con un juego de fútbol entre los equipos de Xochimilco y de Chalma” (op cit: 64).
El regreso a Xochimilco se realizó el día 29; el día 31 salieron muy temprano de Santo Tomás Ajusco para llegar a Santiago Tepalcatlalpan. En los parajes situados antes de llegar al pueblo se habían instalado los familiares de los peregrinos para darles la recepción, siempre organizados por barrio y por pueblo. Es una gran fiesta a la que acude mucha gente y se acompaña de diversos rituales para recibir a quienes traen la energía del lugar sagrado al que se llegó. “Se distribuyeron sobre petates y manteles de tela o de plástico las grandes ollas y cazuelas de la comida tradicional de esta ceremonia: enchiladas de salsa roja elaboradas a base de jitomate y chile serrano con pollo desmenuzado que se sirven acompañadas con arroz” (op cit: 65).
La bebida tradicional que se acostumbra para este día es el pulque “curado de tuna”, hecho con la llamada “tuna cardona”, pequeña y de un color rojo intenso, asociada con el sacrificio, tanto por el color mismo del pulque, parecido al de la sangre, como por el simbolismo de la tuna con el corazón de los sacrificados.
Frente a la capilla de los chalmeros en Tepalcatlalpan se instaló una tarima para la banda de música, que tocaba a la llegada de los peregrinos; a un lado se había reservado un espacio para los Mayordomos del Señor de Chalma, quienes se distinguían por la banda azul que portaban. En unas largas mesas se instaló la Mesa Directiva, desde donde se daba la bienvenida a los grupos de peregrinos y se recibían donativos para la peregrinación del año próximo. Reinaba un ambiente festivo, se habían reunido cerca de 200 mil personas, y había puestos de comida y de bebidas, además de que circulaban vendedores con todo tipo de golosinas; por la tarde los peregrinos se retiraron para dirigirse a Xaltocan, donde se ofreció una misa, luego de lo cual llevaron las imágenes a sus respectivos barrios, en cada uno de los cuales se organizaría un baile por la noche (op cit: 66).
Evidentemente en estos grandes ceremoniales se reafirma la identidad de cada uno de los pueblos y de los barrios, pero sobre todo la del colectivo mayor, Xochimilco, un pueblo altépetl.
Reflexión final
Los Pueblos Originarios de la Ciudad de México son, simultáneamente, herederos de las antiguas civilizaciones mesomericanas que ocuparon el mismo espacio, y expresiones contemporáneas de la modernidad mexicana, parte de la rica diversidad que constituye a la nación; transformados sustancialmente por la poderosa influencia que ha ejercido el desarrollo urbano, poseedores de un denso capital cultural, que comparten con los pueblos indios, se han modelado tanto en respuesta a los intentos etnocidas de los regímenes liberales como por el impulso que les otorgan los grandes movimientos sociales. Así, si el régimen dictatorial de Porfirio Díaz los condena a una condición casi servil en el marco de las grandes haciendas que ocupan la mayor parte del espacio de la Cuenca de México; los logros sociales del movimiento revolucionario, por otro lado, plasmados en la Reforma Agraria, les abren la posibilidad de reconstituirse en tanto comunidades agrarias, y en tanto poseedores de una tradición cultural mesoamericana nutrida por el trabajo agrícola, centrado en el complejo del maíz y en una tecnología ancestral, y contenida en la lengua náhuatl, hablada por todos ellos hasta mediados del siglo xx.
El quiebre del medio siglo tiene como sustento el acelerado desarrollo económico y la rápida expansión urbana de la capital del país, lo que golpea violentamente a estas comunidades indias, acentuando la vieja tendencia liberal que pretende desaparecerlos y anulando las reivindicaciones surgidas de su condición colectiva, comunitaria, no obstante la garantía legal que protegía sus derechos como ejidatarios y comuneros. El avance insaciable del capital inmobiliario, en el que se conjugan perversamente la corrupción y las maniobras políticas de funcionarios de todos los niveles, así como el requerimiento creciente de agua potable, han inscrito en la historia de estos pueblos, y en la de la propia Ciudad de México, un “memorial de agravios” que incide en su actual configuración; es decir, que este lado de su historia muestra una lucha intensa ante los despojos de su tierra, de sus recursos acuíferos y forestales, que los ha llevado a negociar, a responder de muy diversas maneras a las presiones de la mancha urbana, y en ese proceso se han constituido, ya en el siglo xxi y en las condiciones políticas que ha establecido la reforma electoral a partir de 1996, como “pueblos originarios”.
Las numerosas historias de los agravios inflingidos por el desarrollo urbano de la Ciudad de México se mantienen vivas en la memoria de los pueblos originarios; transmitidas por tradición oral de generación en generación, nos ofrecen un panorama dramático, desolador, que apenas comenzamos a conocer, gracias a sus cronistas locales, quienes se han dado a la tarea de recoger diversos testimonios. Esto es parte de una “historia a contrapelo”, opuesta a la de la orgullosa estirpe renacentista y europea que se jacta de sus raíces en el Occidente cristiano. Lo que comienza a aparecer es una dolorosa historia que recupera la perspectiva de los antiguos pueblos mesoamericanos, pero ahora como parte de nuestra posmodernidad, viva y tangible, distante del discurso “aztequista” del viejo patriotismo criollo, contenido en los museos de antropología y en las exposiciones oficiales que recorren el Viejo Continente.
Si la historia contemporánea de Xochimilco y Milpa Alta expresa un paradigma que nos permite entender su configuración como pueblos originarios, por otra parte muestran también los estragos de las agresiones de los diversos gobiernos que ha tenido el Distrito Federal. Desde los mismos comienzos del siglo xx aparecen ya las acciones contra los pueblos originarios, como cuando el empresario español Iñigo Noriega realiza la desecación del lago de Chalco, dando comienzo a la destrucción del modo de vida lacustre de los pueblos del entorno; pero la acción más desastrosa es la dirigida a extraer el agua potable de los manantiales que alimentan al lago de Xochimilco para saciar la sed de una creciente y voraz ciudad. De 1901 a 1914 se construye un acueducto cerrado que extrae el agua de varios manantiales y la conduce a los tanques situados en Chapultepec, de donde la distribuye a la ciudad. Para la década de los años cincuenta los canales de Xochimilco se habían azolvado y se ponía en peligro la producción de las chinampas, resultado de la explotación desenfrenada de los manantiales. Ante la presión de los agricultores de Xochimilco el Departamento del Distrito Federal desvía las corrientes de los ríos Churubusco y San Buenaventura hacia el lago de Xochimilco a través del Canal Nacional, pero a partir de 1959 se inyectan aguas negras tratadas procedentes de la planta de Aculco, en Coyoacán. “Desde 1971, la planta de tratamiento del cerro de la Estrella aporta el agua residual a los canales de la región” (Aréchiga, 2004: 104).
Los efectos de estas medidas en el medio ambiente lacustre no se hicieron esperar, comenzó así la destrucción de la mayor parte de la flora y la fauna locales, que constituían una base histórica proveedora de alimentos y de muy diversos productos que se vendían en los diferentes mercados de la ciudad. El paso siguiente fue la puesta en marcha del Plan de Rescate Ecológico de Xochimilco, implementado por el Departamento del Distrito Federal, pero en ningún momento las autoridades se tomaron la molestia de conocer las necesidades ni los intereses de los habitantes de Xochimilco, no se hizo consulta alguna. “Entre otras acciones, el plan incluía la expropiación de predios que formaban parte de los ejidos de los pueblos, así como la construcción de lagos reguladores y diques que, si en teoría estaban diseñados para el rescate ecológico de la zona y la salvaguarda de los intereses de los productores, en la práctica no parecían cumplir cabalmente con esos propósitos”. Este plan provocó la reacción organizada de los chinamperos, quienes diseñaron un plan alternativo y lo llevaron a la mesa de negociaciones para establecer algunos acuerdos (op cit: 105).
Otro de los efectos de las acciones realizadas en el lago de Xochimilco, para extraer el agua de sus manantiales, ha sido el desecamiento del suelo y el gradual hundimiento tanto del propio lago como de los terrenos donde ahora se asientan pueblos y nuevos asentamientos. “Esto origina tales diferencias de nivel del suelo que, por ejemplo, existen áreas en la zona chinampera de San Gregorio Atlapulco y San Luis Tlaxialtemalco que se inundan y otras que tienden a la desecación. Para tratar de remediar este problema se han construido diez esclusas con el fin de mantener estables los niveles del agua en los canales que rodean las chinampas” (op cit: 101). Finalmente, se le ha dado un golpe mortal a una vieja tradición, el modo de vida lacustre, que fue la base económica y social de las grandes organizaciones estatales que se suceden en la larga historia de la civilización mesoamericana en la Cuenca de México; como lo apunta lacónicamente un estudioso de esta negra historia: “La navegación, el transporte de personas y mercancías por vía acuática, la pesca, el tejido de tules y la agricultura chinampera han sufrido hasta llegar al borde de la extinción, o bien se han extinguido por completo” (op cit: 99).
Cuando el agua de Xochimilco no apaga la sed de la Ciudad de México, la extracción de agua se extiende a otros pueblos originarios; así, en Los Reyes, Coyoacán, se instala una bomba en un lugar llamado Xotepingo, lo que pronto inició el desecamiento de los canales y la reducción del caudal de sus manantiales. El pueblo reacciona entonces organizándose para la defensa de sus recursos naturales, y quienes encabezan la lucha son sus mayordomos; ellos abren un proceso judicial en 1948 para que las tierras comunales, conocidas como el Pedregal de Santo Domingo, fuesen reconocidas como propias. En 1961 se realiza una resolución presidencial por la que se confirman y titulan las tierras comunales, pero por diversas maniobras de los funcionarios, nunca aparece en el Diario Oficial de la Federación; para el mes de septiembre de 1971 una multitud de cerca de diez mil personas invaden las tierras comunales, acción en la que se coluden funcionarios y dirigentes de los movimientos urbanos, y que provoca muertos y lesionados entre los comuneros. Finalmente, en el mes de noviembre, del mismo año, aparece publicado el decreto presidencial que reconocía la propiedad comunal a favor de 1 048 comuneros, pero a los pocos días, en noviembre se publica el decreto de expropiación de las mismas tierras, argumentando la construcción de viviendas populares, lo que nunca se realizó. “Como respuesta a los reclamos de los dirigentes de Los Reyes se firma un convenio, en abril de 1972, con las autoridades federales, por el que negocian una y otra vez ante el incumplimiento sistemático y la negligencia de las mismas” (Medina, 2007: 96; Romero Tovar, 2003: 70).
Otros pueblos originarios despojados de su tierra son Iztapalapa y Culhuacán. El inicio del proceso de despojo es el desecamiento del Canal de la Viga en 1940, con lo que se afecta a la producción chinampera y a su comercialización; luego siguen las expropiaciones hechas en 1948 para establecer una estación radio-telegráfica internacional, para lo cual se afecta parte de los ejidos de Iztapalapa, Santa María Aztahuacán, Santa Martha Acatitla y Acahualtepec. En mayo de 1954 vuelve a realizarse otra expropiación, la cual nunca fue indemnizada, pues todavía en 1975 se seguían presentando quejas por la falta de pago (Sánchez Reyes, 1990: 45). Finalmente, la construcción de la Central de Abasto sobre la zona chinampera da el golpe final a esta tradición agrícola mesoamericana en Iztapalapa.
Culhuacán, antiguo señorío de tradición tolteca, no tiene mejor suerte, pues por un decreto presidencial del 13 de agosto de 1965 le son expropiados todos sus terrenos ejidales. “Desde esa fecha seguimos exigiendo al gobierno que termine de pagarnos el endeudamiento que aún no nos han cumplido ya que nos faltan algunas cosas que están en un convenio y seguimos en la lucha, aunque ya muchos ejidatarios han fallecido y los que aún quedamos ya somos personas de mucha edad” (Salas Valderrama, 2006: 79).
Tres de los once pueblos originarios de Tlalpan son también gravemente afectados por la política urbana de las autoridades del Distrito Federal; San Lorenzo Huipulco, la Purísima Concepción Chimalcoyoc y Santa Úrsula Xitla son afectados en sus tierras por la construcción del Anillo Periférico y el Viaducto Tlalpan; posteriormente, ya en los años setenta, los ejidatarios son presionados por los fraccionadores, quienes buscan diversas maneras de que les sean vendidos terrenos; para ello despliegan una campaña de intimidaciones en la que también participan las propias autoridades. “Se creó un sentimiento de miedo e intimidación psicológica por la amenaza latente de perder sus propiedades y parcelas. Ante las disposiciones del gobierno, la autoridades ejidales les dicen a los campesinos que es mejor que
Algunos ejidatarios se oponen a este convenio y se amparan, pero en 1978, violando tales amparos, se realiza un desalojo violento.
Entra una máquina buldózer a las parcelas, tirando y derrumbando las milpas y sembradíos, amenazando a las familias (mujeres y niños, principalmente), para que salgan de sus casas (…) Quedan los cultivos destrozados, y algunas familias a la intemperie durante la mañana y tarde de aquel día. Los fraccionadores comienzan a cercar con malla metálica los terrenos, aparecen patrullas de policía y algunos granaderos. La policía era conocida en el área por las amenazas, los insultos y la violencia hacia algunos de los ejidatarios. También usaban la presión psicológica, la amenaza de quemar los sembradíos, la intimidación con golpeadores y pistoleros” (op cit, 83).
San Pedro Mártir, pueblo originario de la Delegación Tlalpan, también, enfrenta el despojo de sus tierras, hasta el grado de quedarse solamente con el casco urbano. Desde 1948 comienza una larga cadena de expropiaciones.
A San Pedro Mártir se le expropiaron, a base de engaños, sesenta y cinco hectáreas para la construcción del Club de Golf México; en 1952 se le vuelve a afectar, junto con los pueblos de San Andrés Totoltepec y Santiago Tepalcatlalpan, para la construcción de la autopista México-Cuernavaca; en 1972 se le expropiaron ochenta y tres hectáreas para la Secretaría de Salubridad y Asistencia; y en 1974 se le expropiaron cuatrocientas hectáreas para la construcción de las nuevas instalaciones del Heroico Colegio Militar, de las cuales el 75% correspondían a San Pedro Mártir… (Alcocer Páez, 1998: 73).
Estas son sólo algunas de las historias que comienzan a recogerse entre los pueblos originarios de la Ciudad de México, expresan el lado violento de su articulación a la mancha urbana, una parte escasamente conocida y mucho menos incorporada a la historia de la Gran Ciudad; el otro lado es el proceso mismo de reconfiguración ante los embates y el fortalecimiento de sus organizaciones comunitarias, como lo son sus sistemas de mayordomías y juntas de festejos, sus espectaculares ciclos ceremoniales anuales, así como también la toma de conciencia de sus derechos políticos, expresados en las experiencias electorales a partir del año 2000, cuando se abren al voto directo y universal para elegir a los delegados y a los coordinadores de enlace territorial o subdelegados. Esto significa, finalmente, que sus características están lejos de ser fijas o inmutables, por el contrario, poseen una dinámica y una capacidad de reinvención, sustentada en su densa herencia cultural, que los mantiene como una parte, rica y original, de la historia y la cultura de la Ciudad de México.
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1 comentario:
Excelente documento... Muchas gracias por compartirlo.
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